Sensaciones a flor
de piel

En primer lugar, libérese de ciertos prejuicios que suelen rondar por la cabeza cuando se visita un país islámico, porque Marruecos es uno de los más abiertos, y Marrakech es la ciudad perfecta para comprobarlo. Sus gentes, abiertas y hospitalarias, reciben con agrado y orgullo al extranjero. Quizás uno de los lugares más emblemáticos sea la plaza de Jemaa el-Fna, un lugar que durante el día es tomada por los comerciantes más variopintos y que, a partir del atardecer, se transforma en un escenario alucinante, donde tienen cabida desde los encantadores de serpientes, pasando por los contadores de cuentos, los acróbatas o un espectacular restaurante colectivo formado por un sinfín de puestos que ofrecen los platos más tradicionales de la cocina marroquí. El magnífico espectáculo puede contemplarse desde alguno de los cafés que pueblan esta plaza. Mientras se saborea un té a la menta, no sólo se puede ver la animación de la gente, también se obtiene una extraordinaria visión del sol tiñendo de rojo los edificios y uno de los símbolos de Marrakech: el minarete de la mezquita de la Koutubia (la torre gemela de la Giralda de Sevilla).

Si lo que quiere es pasear por las calles de la medina y conocer la peculiar atmósfera que envuelve a su zoco y realizar las compras de rigor, la mejor hora para hacerlo es por la mañana. Está divida en diferentes sectores atendiendo al tipo de mercancía que se venda. Así, en el llamado Souk Smarine se pueden encontrar tejidos y alfombras; en el Souk el-Kebir y en el Souk el-Attarin, pantuflas y artesanía en madera. Si lo que va buscando son joyas, lo mejor es dirigirse al Mellah, el antiguo barrio judío. También merece la pena visitar el llamado barrio de los curtidores, situado cerca del río Issil, donde todavía se tratan las pieles como hace siglos.