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Aunque las recetas que incorporan ingredientes como azúcar, frutas, chocolate... son las más ‘ingratas’ a la hora de aceptar pareja vinícola, existen diversos vinos dulces con los que el éxito está asegurado.
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Uno de los momentos más complicados a la hora de acertar con el matrimonio entre vino y comida se presenta con la llegada de los postres a la mesa: es el final del ágape, y marcará de alguna manera el recuerdo que se lleve el comensal acerca de los vinos que ha probado. Además, las recetas que incorporan azúcar, frutas, chocolate y demás ingredientes dulces son las más ingratas a la hora de aceptar pareja vinícola. Tal es la dificultad, que muchos prefieren continuar con el vino –blanco o tinto- que se ha servido con el plato fuerte del menú. Pero, a ciencia cierta, son pocos los vinos secos que puedan enfrentarse a un pastel, un helado o una macedonia de frutas sin que el paladar se ‘sobresalte’.
PEDRO XIMÉNEZ, EL TODOTERRENO
En los últimos tiempos, se ha impuesto en muchos restaurantes la moda de ofrecer una copita de Pedro Ximénez (PX) a la hora del postre, en lugar del chupito de licor o aguardiente que, por fortuna, parece estar en retroceso. Si el postre incorpora chocolate, la opción del PX es una de las mejores: los viejos vinos de esta variedad, con su textura espesa, su color oscuro y sus aromas de café, combinan muy bien con las sensaciones que aporta el cacao, sobre todo si se trata de chocolate amargo. Pero hay que decir que casi toda la repostería dulce se asocia bien con el PX, al igual que con otros vinos elaborados con uvas pasificadas, como los viejos moscateles.
Otros 'comodines' que se muestran versátiles a la hora de los postres son los tintos dulces mediterráneos –como los que se elaboran con garnacha y Monastrell- y los olorosos tipo cream, que casan de maravilla con pastas y hojaldres no demasiado dulces, con frutos secos o los típicos postres navideños: turrón, el mazapán, polvorones…
LA DIVERDIDAD DEL MOSCATEL
Por su parte, los blancos de moscatel son otra alternativa muy socorrida para el final de las comidas. Aunque los hay de diferente carácter: los más jóvenes, con su fragancia exuberante y recuerdos de rosas, miel y piel de naranja, son perfectos para acompañar cremas, flanes y tartas de fruta; los de estilo clásico, que resultan menos ácidos y más dulzones, maridan mejor con la fruta fresca.
Otra versión del moscatel es la que se da en Málaga o en Chipiona, dentro del marco de Jerez. Este tipo de vino está elaborado con uvas pasificadas, con largas crianzas en botas por el sistema de criaderas y soleras. Aunque también hay viejos moscateles en Navarra, Aragón y Canarias, que resultan adecuados para acompañar bizcochos y bollería, en especial la que incorpora cabello de ángel o con frutas confitadas, como el roscón navideño.
Si se quiere finalizar la comida con un helado, entonces habrá que optar por vinos dulces con textura más densa, como los que se elaboran con uvas afectadas por la botrytis (la ‘podredumbre noble’, al estilo de los Sauternes franceses) o congeladas (los famosos icewine, que se producen también en Cataluña –vi de gel- según el modelo alemán y austríaco).
Mucho más difícil es acabar el festín bebiendo un espumoso. En este caso, habrá que elegir un cava dulce –de los que incorporan hasta cien gramos de azúcar por litro- o un espumoso de moscatel, fragante y dulzón, como los que se están produciendo en el Levante siguiendo el ejemplo del popular moscato d’Asti italiano. Es, desde luego, el final más festivo, con azúcar y burbujas.
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