Venecia es una ciudad de grandilocuencia teatral, un decorado fascinante de palacios, museos y piazzas a ras del agua que parecen no tener fin. Construida sobre una laguna en el norte del mar Adriático, en este escenario es fácil sorprenderse con la Venecia monumental, animada y dinámica que se extiende en torno al Gran Canal y a la Plaza de San Marcos, pero, sobre todo, con la Venecia íntima y escondida de sus pequeñas callejuelas, sus ‘campos’, iglesias y puentes por donde pasa la vida de un lugar de soberana belleza que flota oníricamente sobre las brumas de sus pequeños canales.
Imposible disimular el gesto de perplejidad de los recién llegados a Venecia cuando, arrastrando su maleta desde la estación de Santa Lucia, se topan con los excesos de su majestad el Gran Canal. Como sonámbulos, apenas aciertan a descender la escalinata frente a la cúpula de San Simeón para empezar a buscar el número del vaporetto que les arrimará a su hotel entre la ristra de itinerarios que exhibe la parada del embarcadero. La espera al más lírico de los transportes públicos se torna entonces en un suculento aperitivo del bocado que están a punto de engullir, pero jamás será suficiente para preparar al alma para un atracón de belleza como el que les aguarda.
Ante ellos se desnuda tramo a tramo la calle más hermosa del mundo, con una hilera de casi cuatro kilómetros de palacetes levantados al ras del agua y sorteados por el cortejo fúnebre de sus góndolas y por las idas y venidas del tráfico, exclusivamente acuático, de la Serenísima. Ese aire de grandilocuencia teatral, de escenario opulento y onírico se sucede a lo largo de las curvas sublimes que va trazando el Gran Canal desde que arranca en la estación de tren hasta culminar junto al otro gran icono veneciano de la Piazza San Marco.
A su cauce se asoman balconadas y columnas, puentes y cúpulas, escalinatas y embarcaderos en los que atracan sus vecinos con la misma naturalidad con que en cualquier otra ciudad se aparca el coche del garaje. Pero, sobre todo, a sus aguas opacas y salobres se arrima un monumental conjunto de palazzos que, iluminados de noche por dentro, dejan atisbar a través de sus románticos ventanales el esplendor de estucos, techos pintados y arrogantes lámparas de cristal de Murano que adorna el día a día de quienes tienen el honor de vivir en medio de este territorio anfibio de decadencia anunciada.
Antes de que la llanura se hundiera y quedaran a flote las 118 islas que hoy forman Venecia, el Gran Canal era un río. Por este tajo acuático lleva siglos desfilado la historia de la ciudad, una historia que tiene como fecha de fundación el año 421, cuando los habitantes de la región, ante la amenaza de las invasiones, se refugiaron en el golfo situado entre la península itálica y la balcánica. Dependiente del imperio bizantino durante varios siglos, obtuvo su independencia en el IX, dando lugar a la República de Venecia, que existiría como tal hasta 1797, cuando Napoleón invade Italia.
Es en este periodo cuando la ciudad se arropa con ese aura de cruce entre Oriente y Occidente, momento en el que sus mercaderes trasegaban fortunas y saberes entre Europa y Asia y regresaban a casa con la imaginación y los bolsillos cargados de otros mundos.
Lástima que la que viera nacer a hijos tan ilustres como Marco Polo, Antonio Vivaldi y Giacomo Casanova tenga su aforo siempre a rebosar. Aunque eso es algo con lo que ya se cuenta, no rendirse ante su belleza, más que un pecado es un imposible. La música barroca que en plena Piazza San Marco anima las terrazas de sus archiconocidos cafés Florian y Quadri, las travesías en vaporetto a sus islas más evocadoras, las cenas a la luz de las velas en los restaurantes junto al puente Rialto, cuya construcción comenzó en 1173, o el delicioso laberinto de vias, piazzetas, largos y fondamente hace que, con japoneses y todo, con sus trajines y sus aguas altas, a Venecia nadie se atreva a ponerle un pero.