Los primeros repobladores cristianos que en los albores del siglo XII comenzaron a instalarse en las fértiles vegas de la Conça de Barberà dormían todas las noches con un ojo abierto, y los que podían, que se consideraban como los más afortunados, con una espada o una lanza al alcance de la mano. Aunque en su mayoría eran rudos montañeses, curtidos en la dura vida del Pirineo, se sentían indefensos ante el temible peligro con el que se enfrentaban un día sí y otro también. Al final, casi todos tuvieron que optar por refugiarse en la única población amurallada de la zona: Montblanc. El feroz y despiadado ser era un dragón, repugnante mezcla de ave, reptil y fiera, que había sido traído de África, cuando no era más que una cría, por los sarracenos que, hasta la reconquista del conde Ramón Berenguer IV, eran los únicos dueños del territorio.
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