El nombre de este bello pueblo amurallado es un ineludible referente para los amantes del vino. Y no les falta motivos, ya que en sus bodegas se elabora algunos de los mejores caldos del mundo.
La inconfundible silueta de Saint-Emilion es como una maqueta hecha por maestros ebanistas. El suave paisaje que lo circunda, poblado por un sinfín de viñedos y bodegas en los que se elaboran los vinos que dan fama internacional al lugar, es un anticipo de la riqueza que esconde esta localidad, declarada junto a sus vides Patrimonio de la Humanidad.
El pueblo, de antecedentes galorromanos, debe su nombre al monje eremita Emilion, que en pleno siglo VIII eligió este aislado emplazamiento del bajo valle de la Dordoña para aislarse del mundanal ruido. El futuro santo se instaló en una pequeña gruta que, poco a poco y aprovechando la blandura de la roca caliza, fue ampliando hasta convertirla en una ermita rupestre de planta de cruz griega. Con el tiempo, sus monjes seguidores añadieron al primitivo templo unas catacumbas para los enterramientos y una gran iglesia monolítica capaz de acoger a la ingente cantidad de peregrinos que acudían atraídos por la fama taumatúrgica del santo.
Para visitar Saint-Emilion, lo mejor es dejar el vehículo y entrar por una de las seis puertas que todavía franquean el recinto amurallado. Un buen lugar para iniciar el paseo, después de pasar por la oficina de turismo, es el Château du Roi. Bajo la sombra de este macizo torreón, erigido en el siglo XIII, se descubre un privilegiado mirador desde el que se divisa la localidad en toda su extensión.
El viajero tendrá ante sus ojos una villa de pequeñas casas doradas, por la que representan alargadas y empinadas callejuelas. Toda la trama urbana se organiza en torno a dos colinas que confluyen en la Place du Marché o Plaza del Mercado, con la inconfundible silueta en flecha del campanario que remata la iglesia monolítica. No se debe abandonar este singular observatorio sin maravillarse de la extensa panorámica, repleta de viñedos, bodegas y dominios, de los valles de la Dordoña y del Isle.
Tesoros subterráneos
Si desde el Château du Roi se atraviesan, en un entretenido sube y baja, las calles de la Grande-Fontaine y Gaudet se llega hasta la Rue de la Porte Brunet, con panorámicas también excepcionales, y su puerta fortificada, al otro lado de la ciudad. En esta calle se encuentra el Convent des Cordeliers. Aunque en ruinas, lo más destacado de este santuario franciscano es su claustro, de finales del siglo XIV, y el aire romántico que le aporta la densa vegetación que lo cubre.
Un laberinto de estrechas callejas, con suaves rampas y escaleras, junto a la antigua Casa de la Encomienda y la Porte de la Cadène permite alcanzar la pequeña Place du Marché. Alrededor de este acogedor ámbito urbano se distribuyen los principales monumentos de Saint-Emilion. En primer lugar conviene visitar la Grotte de l ’Ermitage, a cueva natural ampliada artificialmente en la que vivió el santo.
En su húmedo y fresco interior, donde todavía brota la fuente en la que Saint-Emilion bautizaba a sus discípulos, se descubre el asiento pétreo que ocupaba, y en el que, según la tradición, se deben sentar las mujeres que quieran tener un hijo.
El periplo de los tesoros subterráneos de Saint-Emilion continúa recorriendo unas curiosas catacumbas, y culmina con la visita a la église Monolithe. Esta construcción rupestre es uno de los templos monolíticos tallados en una sola piedra más grande de Europa y fue excavado a golpe de mazo entre los siglos VIII y XII. Una elaborada portada gótica permite acceder a un interior que llama la atención por sus descomunales dimensiones y por la perfección con la que los monjes benedictinos tallaron las naves y liberaron de la roca viva los grandes pilares rectangulares que parecen sostener las cuidadas bóvedas. De nuevo al aire libre, no hay que dejar de visitar la Chapelle de la Trinité, con un interesante ábside del siglo XIII y unos restaurados frescos de la misma época, y la église Collegiale, vasto edificio en el que se mezclan los estilos románicos y gótico y que tiene en su elegante claustro del siglo XIV una de sus joyas.
Más de cincuenta tiendas
Tras completar el recorrido por este bello pueblo de la Gironde, conviene preparar el gusto y el olfato para gozar de uno de los principales atractivos de la villa: el vino. O mejor, los vinos, dada la variedad de los elaborados bajo la denominación de Saint-Émilion.
Y es que aquí todo gira en torno a él, incluidas las más de cincuenta tiendas. Los viñedos y las bodegas —buena parte del subsuelo de la localidad está horadado por galerías donde envejecen las barricas — llegan casi hasta el mismo casco urbano y mantienen una llamativa estructura de la propiedad: pequeños pagos, casi todos menores de siete hectáreas, regentados por la tradición familiar.
Si a lo anterior se le añade la calidad de los suelos y un excepcional clima, se comprende el porqué aquí se elaboran algunos de los mejores vinos del mundo. Antes de abandonar el lugar es obligado conocer alguna bodega —existen numerosas visitas organizadas — o por lo menos, disfrutar con tranquilidad de una copa de uno de sus sedosos y elegantes vinos.