Un viaje ‘entre costuras’ con Adriana Ugarte por Tánger y Tetuán
Hemos seguido a la protagonista de la novela de María Dueñas y de la exitosa serie de televisión por estas dos ciudades del norte de Marruecos en busca de los lugares que han servido de inspiración y escenario de rodaje.
Cuando Sira Quiroga (Adriana Ugarte, en la vida real) desembarcó en Tánger con su amado Ramiro (a quien da vida en la serie el atractivo Rubén Cortada) un mediodía ventoso de primavera su sensación fue la llegar a una ciudad extraña, deslumbrante, llena de color y contraste. Una ciudad donde los rostros oscuros de los árabes con sus chilabas y turbantes se mezclaban con europeos establecidos y los minaretes de las mezquitas y el olor de las especias convivían sin tensión con los consulados, los bancos, las frívolas europeas en descapotables, el aroma a tabaco rubio y los perfumes parisinos libres de impuestos. Así era Tánger en 1936 y, aunque algunas cosas con el paso del tiempo se han ido desvanecido, muchas otras siguen inalterables hoy en día. En esta ciudad de sensaciones se inicia la ruta que sigue los pasos por Marruecos de la singular costurera reconvertida en espía de El tiempo entre costuras, papel por el que Adriana Ugarte acaba de recibir el premio Fotogramas de Plata como mejor actriz.
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La plaza 9 de abril de 1947 separa los dos mundos que conviven pacíficamente en Tánger desde mucho tiempo atrás. A un lado queda la ciudad más europea, porque Tánger fue durante buena parte del siglo XIX una zona franca internacional, con barrios diferenciados: el español, el italiano, el francés, el británico… Al otro, la medina, un túnel del tiempo donde hoy como entonces sigue oliendo a canela, a azafrán, a cilantro y a hierbaluisa, a verduras y a cordero y donde se vende de todo en sus pequeños bazares. Entre uno y otro se movían Sira y Ramiro.
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Sobre el puerto y al borde de la medina está el hotel Continental, donde la pareja pasó horas de amor amontonado antes de salir huyendo. Junto al mar, el café Haffa, donde terminaban sus días de desenfreno bebiendo té y fumando kif con árabes ricos y europeos de fortuna incierta. Por el boulevar Pasteur, la arteria principal de la ciudad nueva y donde abre sus puertas la mítica librería de las Columnas, la pareja paseaba; en el teatro Cervantes, con una sorprendente fachada art decó, asistían a sus espectáculos, y en el bar del mítico hotel El Minzah se acoplaban a la charla animada de algún grupo de amigos mientras un pianista, tal como hoy en día, amenizaba el ambiente con su música melodiosa. Porque ha servido de escenario de rodaje, ha alojado a sus protagonistas –como a tantos otras celebrities a lo largo de su historia: Alberto de Mónaco, Ives Saint Laurent, Rock Hudson, Rita Hayworth…-, y por ser también refugio de espías, no hay alojamiento más recomendable para esta ruta entre costuras.
En busca de los decorados más reconocibles de la serie hay que subir hasta la Kasbah, la antigua fortaleza, para entrar en su museo, cuya fachada hace las veces de comisaría, y de paso, admirar desde las murallas el nuevo puerto de la ciudad, sus nuevas zonas turísticas en la bahía y, si la niebla no lo impide, hasta Tarifa, de la que solo le separan 14 kilómetros. También hay que detenerse en la Legación Americana, en las calles de la medina, donde se han rodado algunos interiores, pero, sobre todo, en el palacio del sultán Mulay Hafid, convertido en la residencia de Rosalinda Fox, la gran amiga de Sira Quiroga y amante del más alto cargo militar de España en Marruecos, Juan Luis Beigbeder, a quien da vida en la serie Tristán Ulloa.
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Propiedad del gobierno italiano, el cónsul honorario de Italia en Tánger, Gianfranco Ginelli, recuerda con detalle todo lo que supuso durante algo más de una semana el rodaje en sus lujosos salones profusamente decorados, en sus galerías, en el patio que hizo las veces de hospital en el que Sira se recuperó después de perder a su hijo y en su gran jardín central, donde tenían lugar, en la ficción, esas fiestas tan distinguidas organizadas por su anfitriona británica.
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Tras decir adiós a Tánger y haciendo el mismo camino que la costurera protagonista, pero más conscientemente, se llega después de recorrer 60 kilómetros, a Tetuán, la “paloma blanca” que decían los poetas árabes, en la ladera de las montañas del Riff. Caminando por la avenida Mohamed V desde la plaza Moulay El Mehdi -con la iglesia dedicada a Nuestra Señora de la Victoria y el consulado español- y hasta la de Hassan II, donde se levanta el Palacio Real, o sus aledañas, uno tiene la impresión de estar paseando por un barrio andaluz, con sus fachadas de color verde y blanco, porque Tetuán fue capital del Protectorado español en el norte de Marruecos.
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En el camino se van descubriendo el barrio de la Luneta, donde estaba la pensión de Candelaria; el taller de Sira, cuya fachada toma prestada del Instituto Cervantes; el hotel Nacional, donde ejercía el comisario Vázquez, y no lejos, la antigua estación de tren, tan identificable en la serie de televisión y reconvertida hoy en un ejemplar centro de arte moderno.
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Siete puertas dan acceso a la medina, aquella por la que Sira vestida de morita con un jaique y cobijando un pequeño arsenal de pistolas vagó en la noche oscura. La misma que la Unesco ha distinguido como Patrimonio de la Humanidad y por cuyas estrechas y sinuosas calles de paredes enjalbegadas es fácil perderse por su barrio judío o Mellah, por sus comercios donde se vende de todo, desde telas multicolores al apreciado Jben, un queso blanco y cremoso envuelto en hojas de palma; mezquitas; zaguías; talleres minúsculos donde los tetuaníes se afanan en el arte de la costura o plazuelas emparradas y adornadas con fuentes de azulejos y hasta, si hay suerte, dar con el callejón sombrío donde Sira y Marcus (Peter Vives) se dieron su primer beso.
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En uno de estos callejones de la medina se descubre también la casa del gran visir de Tetuán que la canaria Ruth Barreto convirtió hace unos años en El Reducto, un pequeño riad de solo cinco habitaciones que durante el rodaje de la serie fue la ‘casa’ de Adriana Ugarte, María Dueñas y otros actores protagonistas.
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Aquí vivían, descansaban, comían y aquí tenían su “consultorio psicológico”, relata su propietaria, que tiene historias de aquellos días para contar y no parar. Como recuerdo, en un rincón muy a la vista de su encantador restaurante, hoy muestra orgullosa un ejemplar de El tiempo entre costuras con las dedicatorias de aquellos personajes que un día salieron de la novela y cobraron vida.
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