Refúgiate del calor en las quintas de Madeira
Este jardín tropical posado sobre el Atlántico resulta ideal para los buscadores de sosiego. Ahora que el calor no da tregua es un buen momento de buscar refugio en su clima perfecto y en alguna de sus aristocráticas quintas.
Cuando sopla el leste, el viento que le llega del Sáhara, los termómetros se elevan hasta unos 33º. Pero eso no ocurre a menudo y esta islita portuguesa, bien adentrada en el Atlántico, puede presumir incluso en pleno verano de raras veces sobrepasar unos primaverales 24º. Dormir con manta con la que está cayendo es la envidia de muchos, y hacerlo además en las espléndidas quintas que salpican Madeira, la de casi cualquiera.
Estas mansiones reconvertidas en hotelitos con encanto son la base perfecta desde la que salir a explorar en un coche de alquiler cada esquina de esta isla con aires de jardín salvaje adornada por el vértigo de sus acantilados, por potentísimas montañas que hacen las delicias de los senderistas que cada mañana se abren camino junto a los antiguos cauces de regadío conocidos como levadas, y por paisajes agrestes y al tiempo elegantes ajenos a la depredación del turismo de masas.
Muchas de las quintas fueron edificadas gracias a las fortunas amasadas por la élite insular; primero con el cultivo de la caña de azúcar y mas tarde, cuando la colonia brasileira les arrebató el negocio, de las vides que le dieron al mundo su famoso vino dulce, y de las orquídeas, proteas, agaves y muchas otras flores tropicales que crecen libres por hasta las cunetas de las carreteritas que se las ven y se las desean para acoplarse a la endiablada orografía que se gasta la isla.
No demasiadas habitaciones, una decoración y un servicio muy personal son los elementos clave que definen las quintas, amén de los jardines de pecado que las rodean. Quizá los más espectaculares sean los que atesora en su interior Quinta do Monte, la morada que antaño tenía un vicegobernador de la isla en lo alto de Funchal; a dos pasos del teleférico que salva la monumental pendiente de la ciudad y de los canastos de mimbre en los que todo el que visita Madeira por primera vez se embarca rumbo a la parte baja de la capital empujados por los fornidos carreiros que guían a toda velocidad este recorrido de cuatro kilómetros entre los terraplenes no apto para cardiacos.
Igualmente aristocráticas, la Quinta Bela Vista, repleta de antigüedades y frecuentada por celebridades en busca de sosiego; el antiguo pabellón de caza de principios del XIX Casa Velha do Palheiro, con el sello de Relais&Châteaux; la Quinta Mirabela y la Quintinha de São João o, en un estilo totalmente diferente, la deslumbrante Quinta da Casa Branca, un boutique hotel de diseño a través de cuyas omnipresentes cristaleras se cuelan hacia el interior los inmensos jardines sobre los que se erigió hace poco más de diez años.
Entre viñedos y unas vistas de impresión, por Câmara de Lobos, a tiro de piedra de Funchal, asoman otras opciones tan apetecibles como la Quinta do Estreito y la de Jardim da Serra, propiedad en otros tiempos del cónsul británico Henry Veitch. O un poco más allá, la Quinta da Rochinha, que vuelve a salirse de la norma con sus instalaciones minimalistas en lo alto de un acantilado, postulándose como el escondite secreto desde el que abordar la solitaria cara noroeste de la isla rumbo a las piscinas naturales de Porto Moniz o, a través de una espectacular carretera esculpida literalmente entre los acantilados, al pueblito agrícola de São Vicente y las características casitas triangulares que han sobrevivido hasta nuestros días en Santana.
Algunas pistas
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Más información
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