El país de las pagodas y los budas
Es quizás uno de los países menos conocidos por los viajeros occidentales y, quizás por ello, uno de los que mejor ha sabido conservar su inmenso patrimonio artístico y natural. Existen muchas maneras de acercarse a este país asiático, sin embargo, nada como aventurarse en un crucero a través del río Ayeyarwady que le llevará a descubrir paisajes de increíble belleza.
Desde hace una década las aguas del río Ayeyarwady asisten al fluir lento, decimonónico, del Road to Mandalay, el crucero que envuelve de lujos a los pasajeros en ruta hacia los templos de Bagán, en la maravillosamente inexplorada Birmania.
Antes de echarse a las aguas del Ayeyarwady, cada inicio de temporada los monjes del monasterio de Mahamuni se llegan hasta el Road to Mandalay para, envueltos en sus túnicas azafrán, ir bendiciendo uno a uno a esta vieja dama del 64 que, procedente del Rhin, arrivó en el 95 a Birmania para servir en bandeja de plata el crucero más lujoso que pueda realizarse por este río que, durante siglos, ha funcionado como la auténtica autopista de este inexplorado país de templos y pagodas del sureste asiático que hasta una década atrás estuvo prácticamente cerrado a cal y canto al resto del mundo.
Desde su salida de la ciudad de Mandalay, girando airosamente sobre sí mismo en una maniobra que desvela en todos sus ángulos la panorámica de cúpulas que despide la ciudad, el Road to Mandalay inicia río abajo una travesía lenta, decimonónica se diría, con el rumbo fijo en los más de 2000 templos que se yerguen en una treintena de kilómetros a la redonda de Bagán, abriéndose paso en silencio entre los quehaceres anfibios del Ayeyarwady. Durante los días a bordo se alternan las visitas en tierra a Mandalay, los monasterios de las montañas de Sagaing y por fin Bagan, con las horas de travesía en las que asistir desde cubierta a la vida cotidiana de de su cauce.
En las orillas, junto a los palafitos, las mujeres se asean bien de mañana y los agricultores se afanan en sus huertos acuáticos con la ayuda de los bueyes; los pescadores echan las redes en sus balsas de bambú y los niños chapotean en la inocencia de un mundo por el que poco ha cambiado en siglos en esta Birmania tan a desmano, tan perdida en el tramo que une por agua Mandalay con Bagan, aislada de todo y de todos sin más alteración que las temibles y periódicas crecidas de este río que, cuando se le antoja, se desborda obligándoles a retroceder tierra con lo poco que poseen.
Un crucero que permitiera disfrutar de uno de los países más auténticos y maravillosamente intactos del planeta sin renunciar al lujo y, sobre todo, evitándose los traqueteos de las carreteras birmanas. Esa era la idea de sus propietarios, que tras años de tiras y aflojas con la Junta Militar que aún hoy rige con mano de hierro este país de amabilidad infinita, remolcó este barco hasta Birmania, donde la maestría de sus artesanos revistió de un estiloso entarimado de teca la cubierta desde la que hoy los pasajeros paladean los paisajes más sublimes y tallaron los relieves en madera que luce su mobiliario, dejándolo todo a punto para su viaje inaugural del 31 de enero de 1996.
Cierto que hay otros barcos que hacen el trayecto de Mandalay a Bagán –un par de ferrys que ligan en un día las dos ciudades y que tampoco deberían perderse los viajeros menos dados al derroche–, pero los presupuestos holgados pueden, además de adentrarse por estas bellísimas tierras anfibias, hacerlo plácidamente instalados en sus camarotes, con poco que envidiar a un gran hotel, y en sus depen-dencias comunes, concebidas para saborear sin prisa las horas a bordo: desde un pequeño spa y un gimnasio con vistas al río hasta el salón y el piano-bar en los que tomar una copa o asistir a los espectáculos y conferencias a los que cada velada se invita a los huéspedes; desde el restaurante en el que se sirven con cubertería de plata las refinadas delicias del chef Philip Wilson a la piscina, desde cuyas hamacas de teca asistir al fluir manso del Ayeyarwady, del que George Orwell, en su Días birmanos, asegurara que “brilla como si arrastrara diamantes” y al que Neruda sentenció como el nombre de río más hermoso del mundo.