Adiós a las dudas. De un desfile parisino a un baile de gala en Florencia, de Hollywood a Varsovia, Charlene de Mónaco ha hecho valer por el mundo entero su título de Princesa con sello propio. Lo mismo conquista de rosa palo en un desfile de Dior junto a Bernard Arnault, que de rojo en una exposición de joyas de Van Cleef & Arpels; lo mismo conquista con trajes de día en su viaje oficial a Polonia, que de largo en la gran cena de gala en el Ritz-Carlton de Montreal (Canadá). Ha hecho pleno en estos últimos meses.
Pero el secreto de su éxito no radica en el envoltorio, en la elegancia presupuesta a toda dama Grimaldi, sino en que ha hecho suyo su papel. No había más que verla en la celebración del 25º aniversario del restaurante Luis XV en Montecarlo derrochando glamour junto a la princesa Carolina, acomodada en el trono de la elegancia; o en el tradicional reparto de alimentos de la Cruz Roja a los mayores monegascos junto a la princesa Estefanía; o en el Baile de Lys en La Toscana con un vestido de noche de muselina en negro arrancando embelesadas miradas a su orgulloso marido, el príncipe Alberto, y suspiros a los testigos de su romántico vals; o en la cumbre real en Windsor con motivo del Jubileo de Diamante de la reina Isabel entablando amistad con la Duquesa de Cambridge, otra cara nueva de este tipo de citas reales, o en la noche de los Oscar brillando en blanco y plata como toda una constelación de Hollywood. Ha imprimido carácter personal a su cargo oficial mostrándose unas veces cercana, unas veces firme, unas veces apasionada, unas veces contenida, unas veces jocosa... Y siempre Charlene.
Ya lo advirtió: "Lo haré a mi manera". Y si, cita tras cita oficial, triunfo tras triunfo -a los que suma ahora la Gran Cruz de la Orden de San Carlos con que su esposo la ha reconocido recientemente-, siente el imperativo de emprender un viaje de ida y vuelta a su antigua vida bien para acompañar a su abuela Silvia Wittstock en su 91º cumpleaños, bien para animar a sus excolegas en los entrenamientos olímpicos, bien para celebrar por todo lo alto la victoria de su amigo el nadador sudafricano Chad Le Clos en los Juegos, lo hace sin más contemplaciones. Ya no es la debutante Alteza Serenísima que, tras recorrer tambaleante los últimos metros hasta el altar, pasaba temerosa las primeras páginas de una agenda oficial compartida. Ya no le pesa la eterna comparación con Grace de Mónaco. Ahora proclama con su sola presencia: Sí, soy la Princesa de Mónaco. Y todos asienten.