María Antonia Fernanda de Borbón, la Reina impopular de Cerdeña

Hija de Felipe V e Isabel de Farnesio, la joven se convirtió en soberana de las tierras sardas tras su matrimonio con Victor Amadeo III

por hola.com

Entre las reinas de origen español, María Antonia Fernanda de Borbón (1729-1785), Soberana de Cerdeña, ocupa un lugar discreto, quizás debido a su escaso interés por los asuntos de estado y la prácticamente nula influencia que ejerció sobre las decisiones políticas de su marido, el rey Víctor Amadeo III (1726-1796), con el que, no obstante, protagonizó un matrimonio a todas luces feliz. Mujer de indiscutible belleza, su vida estuvo marcada principalmente por el rechazo que recibiría del Delfín de Francia Don Luis (1729-1765) a casar con ella, prefiriendo para ello a su hermana María Teresa (1726-1746). Pese a que su destino bien hubiera podido ser otro, la biografía de María Antonia Fernanda merece en cualquiera de los casos nuestra atención. Es por ello que su vida ocupa esta semana este espacio.

Nace María Antonia Fernanda – su último nombre de pila hacía referencia a su hermanastro y en aquellos momentos Príncipe de Asturias y futuro Rey Fernando (1713-1759) - el 17 de noviembre de 1729 en el Real Alcázar de Sevilla – la Corte española tuvo por circunstancias políticas su sede en Sevilla entre 1729 y 1733 -, siendo la benjamina del matrimonio formado por el rey Felipe V de España (1683-1746) y la segunda esposa de éste, Isabel de Farnesio (1692-1766). Las crónicas relatan cómo la capital andaluza se echó a las calles para celebrar el nacimiento de la infanta María Antonia y cómo se celebraron espectáculos de fuegos artificiales y corridas de toros en homenaje a la pequeña hija de los Reyes. Pese a que los pocos días de nacer la hija de los Reyes sufriría un fortísimo catarro que haría incluso temer por su vida, afortunadamente la pequeña lo superaría curándose con celeridad. Los primeros años de vida de la Infanta transcurren pues en Sevilla, donde la niña pasa los que, como ella misma siempre recordará, fueron los mejores instantes de su vida, como un memorable viaje que la Familia Real realizó a Granada – residieron en La Alhambra – o sus días en el coto de Doñana o en el Soto de Roma.

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No sería hasta 1733 que la Familia Real regresara a Madrid. Varios factores obligaron a esta mudanza, entre ellas la profunda depresión en la que estaba sumido el Rey, que, según el testimonio del embajador francés en España en esa época, ni siquiera tenía fuerzas para abandonar la cama por las mañanas. Su esposa, la de Farnesio, mujer de acción, decidió pues volver a la capital del Reino, donde la Soberana intentaría por todos los medios alegrar a su marido, ya fuera con música – hizo traer por ejemplo al mítico castrato italiano Farinelli (1705-1782) -, con la adquisición de carísimas obras de arte o a través de la gastronomía, al contratar a los mejores chefs de Europa. Si bien, la salud del Rey mejoraría en algunos momentos, su carácter se mantendría apesadumbrado hasta el momento de su muerte, el 9 de julio de 1746, al lado de su amantísima esposa.

Si bien la gran obsesión de Isabel de Farnesio fue el bienestar de su marido, sería injusto obviar que la gran Reina parmesana fue asimismo una madre notable, siempre preocupada por la educación de sus hijos – aunque algunos cortesanos la acusaban de malcriarlos, al concederles no pocos caprichos – y atenta a que su futuro fuera el mejor posible tanto para ellos como para la dinastía a la que representaban. Éste sería el caso de la pequeña María Antonia Fernanda, cuyo destino dependería en buena medida de la toma de decisiones de su progenitora.

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El hecho de que el Delfín de Francia, don Luis Fernando de Borbón, hubiera nacido apenas unas semanas antes que la Infanta, parecía indicar, al menos para los consejeros más cercanos a los Reyes de España y desde luego para la propia Isabel de Farnesio, que ambos estaban condenados a unirse en el futuro. Llegada a la juventud María Antonia el plan se puso en marcha, alcanzándose a un acuerdo entre Francia y España para que se produjera un doble matrimonio: por un lado, María Antonia casaría con el príncipe Luis y, por otro, el infante Felipe (1720-1765), Duque de Parma, contraería matrimonio con Luisa Isabel de Francia (1727-1759). La madre de María Antonia accedió al plan, si bien se mostró partidaria de que María Antonia cumpliera algunos años más antes de llevarla al altar.

EL 'RECHAZO' DE LUIS DE FRANCIA
Mucho se ha discutido sobre la sucesión de acontecimientos que llevarían a que el matrimonio de María Antonia con el Heredero galo no se produjera. La teoría más plausible es, no obstante, que los consejeros del Rey francés se inquietaran por la tardanza de María Antonia en dar el sí quiero y que, incluso, se decantara por Federico Cristián de Sajonia (1722-1763), quien ya había manifestado su interés en casar con la española, posibilidad que, por otro lado, no desagradaba a Isabel de Farnesio, siempre reacia a llegar a alianzas con los franceses. Sea como fuere, don Luis de Francia renunciaría a casar con María Antonia, optando finalmente por una hermana mayor, María Teresa Rafaela. María Antonia queda pues en una situación comprometida, poco menos que repudiada por el Heredero francés y sin candidatos para esposar.

Las ironías del destino llevarían a que la infanta María Teresa, que había casado con Don Luis en febrero de 1745, muriera apenas año y medio después del matrimonio, después de dar a luz a la pequeña María Teresa, quien a su vez fallecería, apenas una niña, en 1748. El varapalo para el Delfín fue mayúsculo – se cuenta que se abrazó al cadáver de su esposa durante horas y que solo su padre, el Rey, consiguió apartarle del lecho de muerte de la Infanta -. Una vez viudo el Delfín, volvió a surgir la idea de que casara en segundas nupcias con María Antonia, pero el Luis XV (1710-1774) se negó a aceptar ese arreglo, alegando que se trataría de poco menos que un incesto. El Heredero terminaría casándose con María Josefa de Sajonia (1731-1767), con la que tendría numerosos retoños, entre ellos el futuro Luis XVI (1754-1793).

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Evidentemente, Isabel de Farnesio había comenzado ya la búsqueda de un candidato idóneo para su hija pequeña. El elegido no sería otro que Víctor Amadeo, Duque de Saboya, primogénito de Carlos Manuel III de Cerdeña (1701-1773) y de Polixena Cristina de Hesse-Rotenburg (1706-1735). El matrimonio, celebrado el 31 de mayo de 1750, además de solucionar el problema de la soltería de María Antonia, venía a fortalecer los lazos entre los Reinos de España y de Cerdeña, enfrentados apenas unos años antes en la llamada Guerra de Sucesión Austriaca.

UNA REINA DISTANTE E IMPOPULAR
El matrimonio de María Antonia y Víctor Amadeo, que accedería al trono sardo en 1773, fue, pese a haber sido producto de acuerdos políticos, muy feliz. La Reina, aunque nunca popular entre su pueblo de adopción – fue siempre descrita como distante y poco sociable -, fue muy respetada, valorándose especialmente su importación de la etiqueta y protocolo españoles en tierras transalpinas, así como por su amor por la cultura más refinada, algo que había aprendido de su madre. A diferencia de ésta, María Antonia jamás mostraría interés por la política y tampoco gustó de tomar partido en conspiraciones o intrigas palaciegas. La pareja tendría doce hijos, si bien tres de ellos morirían en la más tierna infancia.

En 1785 la Reina enfermaría, muriendo a los pocos días en el Castillo de Moncalieri, para ser enterrada en la Basílica Real de Superga, donde descansan la mayoría de los restos mortales de los Reyes italianos. Su marido, Víctor Amadeo, moriría once años después, tras un sufrir un fatal ataque de apoplejía.