Antonio de Orleans y Borbón, el infante pródigo
Conocido en su época, sobre todo, por una serie de escándalos en su esfera privada y por el hecho de acabar sus días en una práctica ruina, don Antonio de Orleans y Borbón (1866-1930), cuya ascendencia contaba con la presencia de no pocas cabezas coronadas, protagonizó un periplo vital accidentado, ya sea por los acontecimientos políticos que le llevarían al destierro durante un periodo de su vida o por su carácter frívolo y manirroto. Seductor empedernido y hombre de carácter voluble, su biografía ocupa hoy estas líneas.
Nace don Antonio – su nombre completo era Antonio María Luis Felipe Juan Florencio de Orleans y Borbón - el 23 de febrero de 1866 en el Palacio de San Telmo de Sevilla con el título de Infante, una vez que era hijo del príncipe Antonio de Orleans (1824-1890) y de la infanta Luisa Fernanda de Borbón (1832-1897). Poseía pues don Antonio un pedigrí fuera de lo común, una que vez que su abuelo por parte de padre había sido Rey de Francia, Luis Felipe I (1773-1850), de hecho el último Soberano de la historia del país galo, y, por parte materna, de Fernando VII de España (1784-1833). Pese a esta ascendencia singular, la posición de la familia de Don Antonio no era la más idónea dentro de la Corte española. Sus padres, don Antonio (1824-1890) y la infanta doña Luisa Fernanda (1832-1897), apenas disimulaban sus ambiciones de obtener la corona española, lo que les convirtió en una suerte de miembros proscritos de la Familia Real. El conflicto de hecho venía de lejos, una vez que don Antonio, Duque de Montpensier, había sido uno de los candidatos a casar con la reina Isabel, quien finalmente había terminado desposando con Francisco de Asís Borbón (1822-1902). Desde ese momento, don Antonio padre, dolido en su orgullo, había protagonizado no pocas aventuras políticas con el claro objetivo de llegar al trono madrileño.
Con la Revolución de 1868, popularmente conocida como La Gloriosa, que daría lugar al llamado Sexenio Revolucionario, la Familia Real española se ve obligada a marchar al exilio. Pese a que el padre de don Antonio había apoyado a los insurrectos en su lucha, siempre con miras a ocupar el trono, una vez llegados éstos al poder consideraron al Duque como un estorbo por lo que también fue expulsado al destierro, acompañado de su familia. No será hasta 1874 con la restauración de la monarquía en España cuando el infante Antonio pueda regresar a España, con ocho años. Durante este periodo y tras años de disputas y de sospechas de conspiraciones diversas, los Orleans y los Borbones lograrán reconciliarse definitivamente cuando el rey Alfonso XII (1857-1885) case en 1878 con una de las hermanas de don Antonio, la infanta Mercedes de Orleans (1860-1878), quien conocería un triste final al morir de tifus recién cumplidos los dieciocho años.
El resto de la infancia de don Antonio discurrió felizmente en compañía de sus muchos hermanos – los Duques de Montpensier llegaron a procrear diez retoños, si bien solo unos pocos llegarían a la edad adulta – aunque ya desde sus primeros años el Infante muestra escaso interés por los estudios y su paso por el ejército, concretamente en el Regimiento de los Húsares, no se caracterizó tampoco por su brillantez. Una vez que don Antonio llegó a la vida adulta, sus padres comenzaron a maniobrar para conseguirle un matrimonio ventajoso, esperanzados, de forma más velada, de que éste contribuyera a sus aspiraciones políticas. Obviamente el objetivo deseado era que el Infante casara con algún miembro de la Familia Real, de modo que la imagen de los Duques mejorara dentro de la Corte. La elegida sería la única hija aún soltera de la reina Isabel, la infanta María Eulalia (1864-1958). Era doña Eulalia una mujer rebelde – con una relación difícil con su madre – y más interesada en conocer mundo y disfrutar de una vida burguesa al uso que en las exigencias de la Realeza. Sea como fuere, el matrimonio, totalmente arreglado y sin asomo de amor o de atracción entre los contrayentes, se celebra el 6 de marzo de 1886. Una vez que la boda se llevó a cabo apenas unos meses después de la muerte del rey Alfonso XII, hermano de la Infanta, a causa de una tuberculosis, la jornada tuvo un tono cuasi fúnebre, con los novios vestidos de negro y sin apenas celebración tras el oficio religioso. Pese a la total frialdad de la relación la pareja llegaría a tener dos hijos: don Alfonso (1886-1975) y Luis Fernando (1888-1945)
El matrimonio de don Antonio con doña María Eulalia hace pronto aguas. Ambos mantienen relaciones extramatrimoniales que apenas disimulan. Ella con el conde Georges Jametel (1859-1944), casado con la duquesa María de Mecklenburg (1878-1948). Jametel, según las malas lenguas de la Corte, habría estado presente en la vida de la Infanta mucho antes de contraer matrimonio con don Antonio. Éste, por su parte, no se quedaba a la zaga, ya que igualmente protagonizaba un idilio con la hija de un zapatero cordobés, doña Carmen Giménez Flores Brito (1867-1938). El romance de don Antonio con la bella mujer andaluza hace correr innumerables ríos de tinta en España. Doña Carmen, conocida en su tiempo como “La Infantona”, abandona pronto, gracias a su amante, sus orígenes humildes y comienza a llevar una vida de lujos que no pasa desapercibida para la sociedad andaluza de la época. El Infante encargará la construcción de un palacete en Sanlúcar de Barrameda para su amada, a la que no tarda en agasajar además con una finca y, según los rumores en aquel entonces, un gran piso en la ciudad de París. Completamente entregado a los encantos de la cordobesa, el Infante mueve hilos para que incluso se le conceda el título aristocrático de Vizcondesa de Termens.
El romance de don Antonio con la ya Vizcondesa llega a los oídos de su esposa – al parecer la Infanta interceptó una carta de su marido destinada a su querida en la que le declaraba su amor incondicional de forma efusiva -, que aprovecha el contexto para pedir el divorcio. La separación, acontecida en 1900, provoca un auténtico escándalo en Palacio. Las razones de este alboroto fueron, por un lado, lo insólito de un divorcio dentro de la Familia Real y, por otro, el hecho de que los cónyuges hicieran públicos todo tipo de informaciones sobre su vida privada para desacreditar al contrario.
Don Antonio rehace su vida casi de inmediato – el affaire con doña Carmen se había deteriorado ya para entonces - y en un viaje a Londres se enamora perdidamente de una joven viuda francesa, Marie-Louise Le Manac’h (1869-1949), con la que mantendrá una relación hasta 1906. Durante esos años la pareja vive con un tren de vida muy elevado, a caballo entre París, Londres y Sevilla. Terminada la relación – el Infante vuelve a tener escarceos amorosos con varias mujeres-, don Antonio se encuentra en una situación financiera muy debilitada, teniendo que malvender diversos terrenos familiares en Italia. Los últimos años de vida los pasa entre estrecheces económicas y el olvido por parte de la Casa Real, que nunca aceptó su vida disoluta y su exhibición de las intimidades de su matrimonio con la Infanta Maria Eulalia. Don Antonio de Orleans y Borbón muere en París el día de Nochebuena de 1930. Sus restos descansan en el Panteón de Infantes del Real Monasterio de El Escorial.