Don Felipe y doña Letizia acudieron esta mañana a la basílica de Nuestra Señora de Atocha para presentar ante la Virgen a su primogénita, la Infanta Leonor, y dar gracias por su nacimiento, cumpliendo así con una antigua tradición de la Familia Real española, que se remonta al siglo XVII.
Los Príncipes de Asturias y la pequeña Leonor, en brazos la princesa Letiza, fueron recibidos sobre las once y cuarto por el cardenal arzobispo de Madrid, Antonio María Rouco Varela, y por los frailes dominicos José Martín y Manuel Santos, priores del convento y provincial, respectivamente. Así como también por decenas de madrileños que no han querido perder la ocasión de mostrarles su cariño y contemplar de cerca a la pequeña a su llegada al templo. A esta basílica, tan especial para la Familia Real -Nuestra Señora de Atocha fue proclamada su protectora y de la Monarquía española en 1643 por Felipe IV-, donde el propio [príncipe Felipe] y sus hermanas, las infantas Elena y Cristina, fueron presentados ante la imagen bizantina poco después de sus nacimientos y donde [doña Letizia], el día de su boda, depositó su ramo de novia.
Ya en el interior del templo, que estaba abierto a los feligreses, el cardenal arzobispo de Madrid dio comienzo ante la Virgen de Atocha, adornada para la ocasión con un manto rojo en honor a la Infanta -habitualmente, a excepción de las grandes ceremonias, se venera sin manto, corona ni condecoraciones-, a la breve ceremonia. Un acto, que consistió en un gesto de presentación y el rezo de una oración. "Virgen de Atocha, consuelo de los que te invocan: Haz que esta hija tuya, la infanta Leonor, lleve siempre en su corazón el amor a ti, nuestra madre común del cielo, el amor a sus padres y el amor a todos los españoles, especialmente a los más necesitados", pronunció el Monseñor Rouco.
Un oficio de apenas quince minutos en el que, sin embargo, y como acostumbra ya en cada una de sus apariciones públicas, la pequeña Leonor volvió a hacer las delicias de todos. La Infanta, que ha cumplido siete meses, estuvo en brazos de su madre durante algunos momentos, y en los de su padre después, mientras curioseaba todo lo que ocurría a su alrededor, dándose incluso la vuelta para no perderse detalle de nada. Pero la primogénita, que vistió para la ocasión un sencillo faldón sin mangas adornado con puntilla, no sólo llamó la atención por despierta y espabilada -no paró de agitar los brazos mientras hablaba Monseñor Rouco Varela-, sino también por lo grande y guapa que estaba.
Tras ser despedidos por el arzobispo de Madrid, y entre las innumerables muestras de afecto de los feligreses, que les aclamaban, aplaudían y tocaban, los Príncipes de Asturias abandonaron el templo alternando saludos a sus admiradores y carantoñas a su pequeña.