Si bien es habitual encontrar entre los retratos de reyes y reinas los matrimonios concertados por motivos políticos, estratégicos o puramente económicos, no es menos cierto que la Historia de las monarquías también ofrece no pocos romances verdaderos, repletos de pasión y de honestidad. Un ejemplo de ellos es el del segundo matrimonio del rey Fernando I de Borbón-Dos Sicilias (1751-1825) con Lucía Migliaccio, Duquesa de Florida (1770-1826). Pese a que ambos tuvieron que esperar a enviudar de sus respectivas parejas para hacer público su amor, el Soberano siciliano y su esposa – nunca sería considerada como consorte real al tratarse de una relación morganática -, vivirían una historia de amor modélica que duraría, sin ápice de desgaste, hasta el final de los días de ambos. Hoy pues repasamos la biografía de la Duquesa de Florida y, en especial, su idilio con Fernando I.
Lucía Migliaccio Borgia nace el 19 de julio de 1770 en Siracusa, siendo hija del Duque de Florida y de Dorotea Borgia y Rau, descendiente a su vez de españoles. Poca información existe sobre la infancia de Lucía, si bien sabemos que la pequeña heredaría con apenas seis años el título de 12ª Duquesa de Florida, después del fallecimiento de su progenitor. Convertida en un buen partido – no solo por su pedigrí, sino también por la amplia fortuna familiar –, no es de extrañar que a la joven le pretendieran no pocos miembros de la aristocracia siciliana. Uno de ellos, Benedetto Grifeo y del Bosco (1755-1812), Príncipe de Partanna y Duque de Ciminna, sería finalmente el que llevaría al altar a Lucía en 1781, contando la novia con once años y el novio veinticinco.
Los recién casados además de poseer apellidos de gran abolengo y economías desahogadas, también estaban dotados para las relaciones sociales – Lucía era una joven de gran belleza, mientras que su marido tenía una arrolladora personalidad -, por lo que pronto se convirtieron en miembros notables de la corte siciliana. Pese a que el matrimonio había sido un asunto más familiar y dinástico que romántico, todas las crónicas de la época afirman que Lucía y Benedetto formaban una pareja envidiable, siempre sonrientes y dispuestos a socializar. La pareja tuendría cinco hijos en un periodo relativamente corto.
Don Benedetto no solo se conformaría con ser una de las atracciones de la sociedad más selecta de la isla italiana, sino que también comenzaría a tener ambiciones políticas. Así, no tardaría en ser nombrado parlamentario y consejero del rey Fernando. Su esposa, la joven y hermosa Lucía se convertiría asimismo en dama de honor de la reina María Carolina (1752-1814).
El Soberano siciliano, Fernando I, era el tercer hijo de Carlos III de España (1716-1788) y de María Amalia de Sajonia (1724-1760). Al acceder su padre al trono hispano, Fernando había recibido las coronas napolitana y siciliana. Poco interesado en la política, el Rey pasaba más el tiempo disfrutando del deporte, que le entusiasmaba, o divirtiéndose con sus amigos, que en su mayoría ni siquiera eran miembros de la Corte, sino simples mercaderes y soldados rasos. En 1768 había contraído matrimonio con María Carolina de Austria, una mujer de carácter imponente, muy ambiciosa y que acabaría anulando la ya de por si débil personalidad de su marido. Si bien la pareja llegaría a procrear en dieciocho ocasiones, la relación entre ambos era extremadamente fría y exenta de cariño alguno.
El Rey, profundamente infeliz en su matrimonio, no tardaría en fijarse en Lucía, no solo por sus cualidades físicas indudables, sino también por su simpatía y buen humor, a las antípodas de la arisca y no pocas veces mal encarada reina María Carolina. Es así que el Soberano y la Duquesa comienzan una relación extramatrimonial en la que la pasión y el amor ocuparían el primer plano. No obstante, y por razones de estado, ambos mantuvieron en el más estricto de los secretos su idilio, sobre todo gracias a la enorme discreción y generosidad de Lucía y a las labores de varios fieles consejeros del Rey, que en el fondo consideraban positivo que el Monarca se solazara con la joven Duquesa y, así, se alejara de la, en su opinión, traidora Reina consorte.
Los años pasaron y el amor entre el Rey y la aristócrata no hizo más que crecer. En 1812 el marido de la Duquesa, el Príncipe de Partanna, fallecía. La Duquesa se convertía de ese modo en viuda – muy acaudalada, una vez que la herencia que le dejó su marido era de proporciones notables– y libre para oficializar su relación con el Rey. El único obstáculo para ello era la presencia aún de la reina María Carolina, quien, de hecho, ya ni siquiera vivía en tierras transalpinas, sino en su Austria natal, en donde había sido expulsada por Napoleón Bonaparte (1769-1821), quien la consideraba una conspiradora de la peor ralea. El rey Fernando, por su parte, había sido obligado igualmente por el estadista galo a abdicar en su hijo Francisco (1777-1830).
Algunas fuentes apuntan a que el rey Fernando habría sopesado separarse oficialmente de su esposa austriaca, pero lo cierto es que solo la muerte de aquella terminaría con su relación. Y es que la María Carolina fenecía el 8 de septiembre de 1814 en su destierro vienés. Convertido en viudo, no existía ya escollo alguno que impidiera al antiguo rey Fernando a casar con su gran amor, Lucía, la Duquesa de Florida.
Apenas tres meses después de enviudar, Fernando I casaba en Palermo con la Lucía Migliaccio, en un enlace que hizo correr ríos de tinta en toda Europa. La sociedad italiana más conservadora, y por extensión la de todo el continente, consideró como escandaloso el enlace, una vez que no respetaba el luto de rigor que marcaba el protocolo más estricto. Poco pareció importarles a los recién casados que aceptaron de buen grado el hecho de que Lucía no pudiera disfrutar del título de Reina consorte o de que los eventuales hijos de la pareja – poco probable: ella superaba la cuarentena al casar y su marido rozaba los sesenta y cinco años - nunca pudieran aspirar a ocupar el trono siciliano.
Si bien es necesario mencionar que Fernando I recuperaría el trono en 1815 tras la llamada Batalla de Tolentino, no es menos cierto que la historia de amor del Rey y la Duquesa estuvo carente de componentes políticos. Fue Lucía una mujer desprendida y escasamente interesada en intrigas palaciegas. Por su parte, el Rey era incapaz de disimular su felicidad y, como gesto de gratitud a la lealtad de Lucía, le regalaría una finca de grandes dimensiones en Nápoles, donde se erigiría Villa Floridiana, la residencia de la pareja y donde vivirían enamorados el último periodo de sus vidas.
El fin de la historia de amor de Fernando y Lucía solo llegaría con la muerte del Rey en 1825. Su viuda, totalmente abatida y completamente sola – los hijos del Rey nunca la aceptaron -, fallecería al año siguiente. Su partida estuvo marcada, al igual que su vida, por la discreción. Al no ser consorte oficial del Rey, todas sus propiedades irían a parar a los hijos que tuvo con el Príncipe de Partanna. Sus restos mortales descansan en la Iglesia de San Fernando de Nápoles.