Su leyenda se mantiene intacta mientras la luz de su vida se apaga por momentos. Una existencia donde la interpretación nunca fue un trabajo, sino un don del que se sirvió para ganarse la vida, en una profesión por la que nunca ha sentido gran pasión, como él mismo reconoce en su autobiografía.
La película de su historia como actor da comienzo en Broadway, de la mano de Elia Kazan; su primer éxito sobre las tablas, Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams y que más tarde llevarían el actor y el director a la gran pantalla. A partir de aquí, su debut en el cine en Hombres de Fred Zinnemann, dio comienzo a una carrera llena de actuaciones magistrales. Con su aspecto de joven rebelde cambió la imagen de los galanes de Hollywood y con su trabajo fue un precursor de una nueva forma de interpretar, institucionalizada en los famosos Actor´s Studio.
Candidato a lograr el Oscar en ocho ocasiones, logró la estatuilla en dos de ellas. La primera por La ley del silencio y décadas más tarde por El Padrino. Los años cincuenta fueron los de su encumbramiento, hasta llegar a ser considerado uno de los mejores actores de todos los tiempos. Películas que ganaron por su talento como ¡Viva Zapata (1953) o Julio César (1954). Pero desde entonces su rebeldía le hizo caer en desgracia, hasta su regreso triunfal en la película de Coppola, El Padrino (1972).
Sin embargo, su vida personal no le ha sonreído con la misma frecuencia. Tuvo una infancia difícil junto a unos padres alcohólicos. Después, varios matrimonios frustrados. Aunque su peor momento llegó cuando uno de sus hijos fue encontrado culpable del asesinato del novio de su hermanastra, quien unos años más tarde de suicidaría.
Hoy, cuando el actor cumple su 80 cumpleaños, poco queda de su aspecto duro, de chico rebelde, Brando se desplaza en una silla de ruedas imposibilitado por su sobrepeso y su salud paga ahora los excesos del pasado. Pese a todo, nada podrá acabar con el mito de una de las últimas leyendas de Hollywood.