Níquel, plomo, plata y baño de oro. Las estatuillas más preciadas del mundo del cine viajaron de Chicago a Los Ángeles protegidas por grandes medidas de seguridad para evitar posibles sustos -el año pasado algunas de ellas fueron robadas, aunque finalmente aparecieron-. Los esperados Oscar se entregaron en una gala algo más breve que en años anteriores -los organizadores se preocuparon de que así fuera- que ha terminado rondando las siete de la mañana, hora española.
A buen ritmo y sin demasiadas concesiones de tiempo, excepto a los honoríficos y a Julia Roberts, 33 presentadores han pasado por el escenario del Shrine Auditorium para entregar galardones en 23 categorías, 3 Oscar honoríficos -uno de ellos para Dino De Laurentiis, uno de los mayores y más prolíficos productores independientes que ha dado el cine- y presentar las candidaturas con más peso específico. De Laurentiis dedicó el premio a su mujer Marta y a sus cinco hijas pero olvidó a su primera esposa, Silvana Mangano, con la que cosechó grandes éxitos.
La ceremonia estaba ensayada hasta la saciedad, nada se dejó a la improvisación, ni los chistes, ni los movimientos ni los gags. Por supuesto, en las cocinas 200 personas se encargaban de que todo estuviese preparado y listo: un menú muy variado con ensaladas, caviar y langosta, además de otros platos exquisitos, pudding y postres tradicionales en los Oscar.
El día anterior los figurantes ensayaban el lugar que ocuparían las estrellas, los intérpretes sus canciones y el maestro de ceremonias, Steve Martín, sus discursos. Por cierto, éste último recibió un sabio consejo de Billy Cristal, que utilizase para los ensayos los mismos zapatos que el día de la gala para sentirse cómodo. Steve Martín terminó el sábado con zapatillas de deporte.