Desde hace siglos, Varanasi, o Benares, la ciudad de Shiva, es la capital religiosa de la India. Para los hindúes, morir en esta ciudad levantada junto al sagrado Ganges contribuye a liberarse del ciclo de las reencarnaciones y ganar la salvación. De ahí que la vida y la muerte se crucen con naturalidad pasmosa por toda la ciudad, pero especialmente en los ghats, ese centenar largo de escalinatas de piedra que se suceden a lo largo de la orilla occidental del río y en las que se celebran las cremaciones, pero en las que también los fieles se preparan en medio de gran algarabía para sumergirse en sus aguas. Porque si el ghat de Manikanika, el más sagrado de todos y el que augura los mejores auspicios, es el preferido para la cremación de los cadáveres –algunos traídos hasta aquí desde puntos perdidos en la otra esquina del subcontinente–, muchos otros, como el de Dasaswamedh, rebosan de vida: santones que meditan o practican yoga sobre sus peldaños, fieles salpicándose en su baño ritual, mendigos al acecho de quienes quieran mejorar su karma dándoles una limosna o vendedores y buscavidas que ofrecen en sus inmediaciones los servicios más insólitos, como dar un masaje o afeitar allí mismo a la vista de cualquiera.
La solemnidad y el regocijo se funden sin fronteras aparentes, y el viajero puede contemplar incluso las cremaciones, ya que el ritual que acompaña a la muerte, para otras culturas estrictamente privado, es algo aquí natural y cotidiano. Las cremaciones se celebran en grandes piras a la vista de todos, y para asistir, sólo es preciso guardar el debido respeto y, preferiblemente, dejarse la cámara en el hotel. La impresión será tan fuerte que no hará falta foto alguna para recordarlo.
Pero la mayoría de los ghats están protagonizados por los baños y abluciones, aunque son sólo cinco de ellos los obligados en los que los peregrinos han de bañarse de forma secuencial cuando realizan la ruta ritual del Panchatirthi Yatra para lavar sus pecados. Son los ghats de Assi, Dasaswamedh, Adi Keshava, Panchganga y finalmente el de Manikarnika; una senda que también le va desvelando al viajero escenas cotidianas de mujeres lavando en el río envueltas en sus saris como princesas, hordas de vacas sagradas vagando a voluntad o niños jugando al críquet a lo largo de este río que, según la mitología hindú, se dejó caer del cielo y serpentea entre la cabeza ensortijada de Shiva.
La incesante actividad fluvial se convierte desde las primeras horas del día en el epicentro de Benares, aunque la también llamada Ciudad de la Luz, considerada con sus cuatro mil años de historia como la ciudad habitada más antigua del planeta, reúne muchos otros tesoros. El Templo de Oro, con 800 kilos de oro recubriendo sus torres, es quizá el más monumental, pero Benares no puede disociarse también del hervidero de esos mercados en los que se venden las mejores sedas y brocados, y los estrechos callejones que se adentran en los laberintos de la ciudad vieja desde los ghats; muchos de los cuales fueron erigidos por nobles y maharajas.
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