Como si de un micromundo se tratara, hay algo en Gdansk que la hace distinta al resto de las ciudades polacas: un carácter fuerte, un latido orgulloso, un destello rebelde. Una personalidad única, en definitiva, que ha sido moldeada por su ajetreado pasado. Porque en esta urbe recostada sobre el mar Báltico, junto a la desembocadura del río Vístula, la historia ha grabado episodios determinantes para la humanidad.
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Una enciclopedia entera llenaría las etapas históricas de la que se ha ganado, por derecho propio, el título de ciudad de la libertad. Gdansk ha contemplado el paso de los caballeros teutónicos, ha sido una de las sedes principales de la Liga Hanseática, ha conseguido el estatus de ciudad libre, ha encendido la chispa de la Segunda Guerra Mundial y ha alumbrado el nacimiento de aquel movimiento obrero fraguado en los astilleros y liderado por Lech Walesa, que logró poner contra las cuerdas al comunismo.
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Es en este discurrir turbulento que le ha hecho cambiar de manos tantas veces, en estas idas y venidas entre la Prusia teutona y la Polonia eslava, donde ha florecido una ciudad abierta y tolerante, una metrópoli dinámica, cosmopolita y plenamente integrada en el siglo XXI, cuyo entramado urbano (que tardó más de 20 años en ser reconstruido) exhibe una asombrosa belleza.
ALMA MERCANTIL
Acostumbrada a absorber la influencia de los mercaderes venidos de todas las partes del globo, Gdansk vive mirando al mar. Por eso es en el animado puerto sobre el río Motlawa, afluente del Vístula, donde se aglutina la vida social. Aquí no solo encontramos almacenes reconvertidos en bares, restaurantes y terrazas donde tomar una cerveza, sino también el gran símbolo de la ciudad: una grúa medieval (la única en su especie que se conserva en el mundo) que, en su día, funcionaba con un mecanismo de poleas activado con personas que caminaban por el interior de una rueda como si se tratara de hámsteres.
El muelle, con el concurrido paseo y los barcos atracados en la orilla, es la imagen emblemática de la ciudad, especialmente desde el Puente Verde (Most Zielony), donde se obtiene la mejor panorámica. Pero conviene abandonar la ribera para perderse entre las pintorescas callejuelas que trazan lo que llaman la ciudad principal (Glówne Miasto), que concentra los grandes atractivos.
Es el lugar donde pervive el Camino Real, aquella vía por la que desfilaban los reyes polacos cuando venían de visita. Un eje formado por las calles Ul Dluga y Dlugi Targ que es, dicen los expertos, arquitectónicamente perfecto. Será, tal vez, por estar flanqueado de las fachadas más majestuosas, o por contener monumentos tan extraordinarios como el Ayuntamiento gótico, la Casa Dorada, la Corte del Rey Arturo, el Gran Arsenal o la Fuente de Neptuno, donde se confunden los enamorados y los turistas.
COMPRAR ÁMBAR Y REPASAR LA HISTORIA
Muy cerca trata de esconderse (sin conseguirlo) el callejón más fotografiado: el diminuto Mariacka, con sus estrechos edificios rematados por terrazas, una tras otra, bajo las cuales se suceden las galerías con bisutería de ámbar.
Y es que esta resina fósil, considerada el oro del Báltico, es el producto estrella de la ciudad. Sus brillos anaranjados relucen en los escaparates y hasta hay un Museo del Ámbar que expone una gran colección con joyas de esta piedra preciosa.
Pasear por Gdansk, como quien no quiere la cosa, es toparse a cada paso con llamativas iglesias de ladrillo rojo. Como la de Santa María, en el mismo centro, que incluso dicen que es la más grande del mundo construida con este material. Lo cierto es que su silueta, con una robusta torre que se erige a casi 80 metros como guardiana del panorama urbano, impone hasta dejar pequeñitas el resto de casas a sus pies.
Pero a la mayor ciudad portuaria de Polonia se viene también, es inevitable, a seguir el rastro de la historia. A visitar el Museo de Solidaridad donde se repasa la resistencia de este sindicato que dio pie a la desintegración de la Unión Soviética. O a descubrir el Nuevo Museo de la Segunda Guerra Mundial, abierto hace unos años en recuerdo en la ciudad que no solo fue un punto estratégico, sino también el lugar donde se produjo la batalla de Westerplatte, capítulo determinante para el estallido de la contienda más cruenta de los tiempos modernos.
LICOR CON PARTÍCULAS DE ORO
Visitas culturales aparte, tampoco hay que perderse la sabrosa gastronomía polaca que, en esta ciudad, tiene tres pilares: los animales salvajes de los bosques de la región, los pescados de la salida al mar Báltico y el trío vegetal (la col, la patata y el pepino), preparados de incontables maneras. Eso y los dos platos típicos del país (los pierogi, una suerte de raviolis con diversos rellenos; y las sopas, de las que existen más de 200 variedades) confirman que en Gdansk el comer es un placer.
Y también el beber. Además de la cerveza artesanal y el famoso vodka de mil sabores, hay un licor vinculado a la ciudad desde tiempo inmemorial: el goldwasser o agua de oro, elaborado con hierbas medicinales y partículas del preciado metal de 24 kilates. Un trago que no solo tiene propiedades terapéuticas (al parecer alivia las dolencias reumáticas) sino que además goza de efectos potenciadores de la belleza. O eso dicen.