Enfrentada a la isla de Sicilia, la región de Calabria es 'la Costa Amalfitana' al sur del sur. La punta de la bota está ocupada por el Parco Nazionale dell’Aspromonte, a rebosar de cascadas, senderos, paisajes de mar y montaña y, cómo no, una gastronomía de lujo, que de eso saben mucho en el país. De su queso musulupa a sus salchichas capoccoli, de sus picos a sus valles, el espacio natural se desparrama hasta el mar, dejando pueblos tan pintorescos como este, al que han coronado con el apodo de 'la pequeña Venecia' del sur de Italia. La localidad es una antigua villa pesquera que tiene encantos tanto fuera como dentro de sus aguas, con fondos marinos comparables a los tropicales.
Y es que todo lo que toca el Mar Tirreno se convierte en paraíso. Desde la Toscana hasta Córcega y la Campania, las costas compiten por las playas, los puertos y los pueblos más llamativos. En esa pacífica disputa se encuentra la villa pesquera de la que hablamos: Scilla. Un pueblo casi encajonado en el estrecho de Messina —el que separa la isla de Sicilia de la península italiana— dominado según la mitología griega por dos monstruos, Escila y Caribdis, que hacían la vida imposible a los navegantes. Por suerte, no hay que cruzar esos escasos kilómetros de agua para conocer este municipio con nombre de ser temible, pero también de flor.
Scilla se divide en tres partes: la Marina Grande, la zona de San Giorgio y la más antigua, que se referencia como esa pequeña Venecia a más de mil kilómetros de la original: Chianalea di Scilla. Sus casas de pescadores parecen surgir directamente del agua en equilibrio sobre las rocas, punteando de color la exuberante vegetación de su alrededor.
El mar, los pequeños embarcaderos y el diminuto puerto se llenan de barcos de vibrantes tonos, y los callejones de piedra que separan las viviendas, marcados por fuertes pendientes en su camino hacia el monte, se sumergen en el mar y muestran otra teoría del por qué de su nombre, ya que imitan a los canales que pueden verse, salvando las distancias, en la hermosa Venecia.
UN PASEO CON HISTORIA
Se cree que el primer núcleo de la localidad fue fundado por troyanos en el siglo V d.C., y después de periodos de ataques, como el de los vándalos o los sarracenos, los normandos le devolvieron su esplendor en el siglo XI, comenzando así un periodo de renacimiento y de comercio exterior que la encumbró. El Castello Ruffo di Scilla, que mira desde su imponente altura al borde del mar a Chianalea, tuvo su parte de historia en ello.
Con origen en el siglo V a.C. y con la intención de combatir a los piratas, la fortaleza, ubicada sobre un promontorio rocoso, ahora es un centro cultural que además cuenta en su interior con un faro. En su cima, la vista de las Islas Eolias contrasta con los impresionantes atardeceres de esta zona de la Calabria tirrénica, conocida como la Costa Viola, que tiñe de un tono violáceo sus aguas a causa de una peculiar alga, un fenómeno del que ya habló Platón en sus días.
A pesar de que Chianalea es pequeña, no hay que dejarse engañar. Este pueblo marcado por su tradición marinera tiene una rica historia y patrimonio que descubrir. Más allá del fuerte de la familia Ruffo, que separa Chianalea di Scilla y Marina Grande, conectándolas también por un pasaje arqueado, en lo más alto del acantilado se alza también la Iglesia de María Santísima Inmaculada, considerada la construcción cristiana más antigua de Calabria, del siglo V. Recompuesta en numerosas ocasiones de ataques y desastres naturales, en su interior puede verse un mosaico majestuoso que representa a un ángel iluminando la localidad y una estatua de la Inmaculada Concepción del siglo XVII.
Las calles de Chianalea, como Vía Grotte, Vía Zagari o Vía Chianalea dejan testimonio de la presencia del mar en cada detalle. Las flores abarrotan los balcones y los diminutos patios de las casas, algunas de ellas del siglo XVII, que parecen sostenerse apoyadas unas a otras. En un paseo entre ellas se pueden admirar fuentes antiguas, como la Fontana Ruffo, del siglo XVI, con el escudo de la familia; la Fontana dei tre Canali, del XVII, con máscaras y frisos; y la Fontana Canalello.
Muy cerca, Villa Zagari, un edificio de estilo ecléctico de 1933 declarado Monumento Nacional, muestra el palacio natal de Giuseppe Zagari, médico y científico de la época. También a pocos pasos, otro edificio, el Palazzo Scategna, con su doble fila de balcones de piedra, es ahora un hotel que permite ver cómo vivía la noble familia de Nava y Ruffo di Calabria. Entre unos y otros edificios, dos pequeñas iglesias se arriman al mar: la Iglesia de Santa Maria di Porto Salvo y la Iglesia de San Giuseppe, dos humildes edificios en los que los locales dan rienda suelta a su devoción.
Por último, es imprescindible subir a la Piazza San Rocco, que sirve de trono a la estatua que representa la importancia del misticismo del lugar: Scilla, obra del escultor Francesco Triglia, representada con el monstruo marino que, en la otra orilla, en Sicilia, se enfrenta a su némesis, Caribdis. La plaza, dedicada al patrón de la población y de la iglesia que le da sombra, regala unas vistas privilegiadas del entorno.
EL MAR COMO DEVOCIÓN
Si hay algo que aman los calabreses es el mar, y los scillesi no iban a ser menos. Un amor que también es temor, unido al relato mitológico que, en cierto modo, previene de los peligros de la navegación a aquellos atrevidos que hacen caso omiso de las amenazas del mar. Pintores como Guttuso, Mirabella y Mazzullo se enamoraron en los 50 de este lugar hasta el punto de crear una escuela de pintura, y es que las escenas que aquí se dan son idílicas y dignas de inmortalizar.
Desde el mar, es posible ver como las casas se asoman unas por encima de las otras para no perderse lo que pasa sobre la superficie. Entre ellas, los botes flotan y sirven de automóviles, mientras los locales claman que en este rincón de Italia las casas son barcos y los barcos son casas. Cuando sale el sol, los pescadores venden sus capturas en el Scaro Alaggio, el puerto del lugar, junto al vino Zibibbo típico de la zona. Después, el día se resume en reparar las redes y cuidar de las embarcaciones.
El pez espada es aquí santo y devoción. Según la leyenda, este animal fue el único que no se amedrentó ante la presencia de Scilla, con lo cual es abundante en la zona y en los restaurantes de Chianalea. Su pesca es tan ritual que requiere de embarcaciones con una bola de madera en lo alto del mástil de proa, con las estrellas de la Osa Mayor dibujadas sobre un fondo azul o rojo y separadas por una banda blanca. Además, los ejemplares pescados han de marcarse con una cruz en la mejilla derecha, algo que puede verse hoy en día si se está cerca del puerto en las descargas.
Sin embargo, no hay que dejar de probarlo, y aquí se prepara muy bien. Lo clásico es comerlo en rollitos, pero también en parmigiana, a la parrilla o con pasta fresca acompañada de berenjena, alcaparra y tomate, además del bocado más de moda: el sándwich de pez espada. Otro encanto de comerlos es el dónde, pues es tradicional que los restaurantes tengan sus terrazas sobre el mar, sostenidas por pilotes, donde las olas traen el arrullo de, quién sabe, el lamento de la ninfa Scilla, convertida en monstruo por Circe.