Hay enclaves que parecen congelados en el tiempo, decididos a conservar su identidad, y esta villa de la que hoy hablamos, encaramada a un otero a más de 1.200 metros de altitud, es sin duda uno de ellos. Gerardo Diego, poeta de la Generación del 27, la definió como: «Ciudad del cielo, Medina diamantina, inviolable a las mesnadas y a los ángeles abierta. Ciudad dormida, despierta y abre tus alas plegadas que tienes ancha la puerta». La llamó 'ciudad del cielo' no solo por su condición de atalaya privilegiada, que permite abrazar con la mirada un paisaje infinito, sino también por su especial atmósfera de eternidad.
No podíamos de hablar de otra villa que no sea Medinaceli, esa que abre su alma a los viajeros que la recorren sin prisas, en busca de belleza y memoria. Su nombre, que procede del árabe Madinat Salim o “Ciudad de Salim”, evoca los tiempos de la conquista sarracena y recuerda a la tribu beréber que dejó su huella en esta tierra. No en vano, esta villa soriana ha sido testigo de milenios de historia, de numerosas batallas y leyendas que hablan de tesoros enterrados en sus laderas.
Lo primero que recibe al viajero tras ascender la empinada y sinuosa carretera que conduce a la parte antigua de la localidad es un monumental arco romano de triple arcada, único en España. Sus piedras, erosionadas por el implacable paso de los siglos y curtidas por la lluvia y el viento, son también una puerta simbólica que invita a adentrarse en las maravillas de este conjunto histórico artístico.
Y es que la villa, auténtico museo en piedra, se revela con calma a quien se pierde por sus calles estrechas. Tal vez sea esa la forma más auténtica de descubrirla: deambular sin prisa ni rumbo fijo, dejándose guiar por el trazado que serpentea entre casas que se abrazan para resguardarse del frío y el viento. La sorpresa aguarda en cada esquina: un mosaico romano, una muralla centenaria o la silueta imponente de un castillo.
Una historia de fronteras
Gracias a su ubicación en las alturas, Medinaceli ha sido un enclave estratégico desde tiempos inmemoriales, dominando los valles del Jalón y del Arbujuelo. Los celtíberos establecieron cerca de allí el asentamiento de Occilis, y los romanos construyeron su propia ciudad amurallada en un cerro cercano, el mismo que hoy ocupa la villa actual.
En tiempos medievales, Medinaceli fue capital de la Marca Media andalusí y frontera viva entre dos mundos: el islámico y el cristiano. Entre sus muros –al menos así lo asegura la tradición– escribió su último capítulo el temible Almanzor, quien llegó aquí moribundo tras incendiar el monasterio de San Millán de la Cogolla en 1002. La leyenda envuelve su memoria: se dice que su tumba está en los alrededores, donde reposa rodeado de tesoros.
Medinaceli fue también testigo de las andanzas del Cid y sus huestes, tal como recogen los versos épicos del Cantar de Mio Cid, al narrar las desventuras de su destierro. La biografía más antigua del célebre caballero, la Historia Roderici, cuenta también un episodio singular: Rodrigo Díaz de Vivar sostuvo aquí un memorable duelo contra un guerrero musulmán, al que venció con su legendaria destreza. Por estas razones, Medinaceli es capítulo vivo del Camino del Cid, la ruta cultural que atraviesa parte de la Península rescatando las huellas de este fascinante personaje de nuestra historia medieval.
Monumentos de piedra y tiempo
El arco romano es, sin duda, el monumento más célebre de Medinaceli, pero no el único testimonio de aquellos tiempos. El paso de Roma dejó huellas que parecen desafiar al tiempo, como la Fuente de la Canal, que aún hoy mana aguas cristalinas por las mismas canalizaciones que los ingenieros romanos diseñaron hace dos milenios. Los tesoros romanos de la villa se revelan también en sus mosaicos. Uno de ellos apareció en el año 2000 en la plaza de San Pedro y aún puede verse in situ, bajo una instalación que lo protege. Formaba parte de la decoración de una domus, y sus pequeñas teselas componen un lenguaje fascinante: bellos motivos geométricos y simbólicos, como una gran concha o venera, escudos y cascos de guerreros.
Medinaceli conserva también restos de sus antiguas murallas, que, aunque visiblemente deterioradas, suman 2.400 metros de longitud. Parte de ellas abrazan el castillo, levantado sobre la antigua alcazaba árabe. La fortaleza, que fue residencia de los condes de Medinaceli hasta su ascenso al ducado, ha mudado de función: hoy acoge el cementerio local. Conviene hacer la visita al atardecer, pues en este rincón de la villa, que se asoma desde las alturas, ofrece puestas de sol increíbles, con los últimos rayos de luz tiñendo de oro los valles circundantes.
En el corazón de la villa, la Plaza Mayor se abre como un gran escenario que reúne varios edificios cargados de siglos de historia y poder. Este espacio, testigo silencioso de la vida cotidiana y los grandes acontecimientos de Medinaceli, está flanqueado por edificios que narran, piedra a piedra, el esplendor de épocas pasadas. El Palacio Ducal, tesoro renacentista, fue construido entre los siglos XVI y XVII por el arquitecto Juan Gómez de Mora y su fachada aún luce los escudos de la Casa de Medinaceli. Hoy alberga el centro Medinaceli DEARTE, con una colección de más de 400 piezas de arte contemporáneo reunida por el galerista Miquel Tugores. La colección incluye obras de artistas como Anto Chozas, Abel Cuerda o Sven Inge, cuyas creaciones dialogan con los muros centenarios del edifico. El palacio ejerce también como museo, pues en sus salas se repasa la historia del edificio y de la villa, y se exponen joyas como un mosaico romano del siglo II d.C.
A unos pasos del palacio se levanta la Alhóndiga, otro tesoro del siglo XVI. Este edificio singular, con sus dos plantas de arquería, es un fabuloso ejemplo de arquitectura civil que respira la esencia mercantil de la época. En su piso superior, el Concejo de Medinaceli celebraba sus reuniones, mientras que en la planta inferior se llevaba a cabo la venta de grano y otros alimentos.
Si el palacio ducal y la alhóndiga son el símbolo del poder civil y nobiliario de la villa, la colegiata de Nuestra Señora de la Asunción es el corazón espiritual de Medinaceli. Su imponente estructura, de estilo gótico tardío, se remonta al siglo XVI, cuando se unificaron las doce parroquias de la localidad para levantar este magnífico templo, cuya torre es visible desde todo el pueblo. En su interior destaca una talla en madera policromada del Cristo de Medinaceli, aunque es otra imagen, la del Jesús de Medinaceli, la más venerada por fieles y visitantes.
Para completar el recorrido monumental por la villa hay que acercarse hasta la llamada Puerta Árabe, o del Mercado. Pese a su nombre, sus cimientos se remontan a tiempos de los romanos, aunque ha sido reformada a lo largo de los siglos. Durante mucho tiempo fue uno de los accesos a la villa y punto habitual en el que muchos mercaderes colocaban sus puestos en los días de feria.
Trufa: oro negro bajo tierra
Pero Medinaceli y su comarca no viven solo del pasado. La gastronomía es otro de sus grandes tesoros, con productos emblemáticos como los populares torreznos, el cordero asado, la exquisita mantequilla o las tradicionales migas del pastor. Además, en los fríos inviernos, cuando la tierra parece dormida, bajo las encinas que tapizan los campos crece un tesoro gastronómico: la trufa negra. La provincia de Soria aporta cerca del 30% de la producción nacional de este apreciado hongo y la comarca de Tierras de Medinaceli cuenta con numerosos truficultores de prestigio. Uno de ellos es Jorge Regaño, natural de Radona, una pequeña localidad a solo 20 km de Medinaceli.
Regaño, que suministra estos valiosos hongos a diversos restaurantes de la zona, obtuvo el pasado mes de febrero el reconocimiento a la Mejor Trufa del Mundo durante la primera edición de la feria Trufax, celebrada en Medinaceli.
Durante la temporada de la trufa (desde mediados de noviembre hasta finales de marzo), Jorge organiza visitas guiadas a su finca, con degustación incluida y demostraciones de búsqueda de trufa con perros adiestrados –como el veterano Brus–, capaces de detectar estos valiosos hongos a más de 40 centímetros bajo tierra.
Entre los restaurantes locales que trabajan este exquisito –y carísimo– ingrediente destaca el restaurante Duque (restauranteduque.com), junto a la estación, que ofrece un menú trufero de nueve pases durante los meses de enero y febrero, aunque el resto del año también se puede disfrutar de una carta que apuesta por la creatividad y los productos locales y de temporada.
Otros tesoros de la comarca
A escasos 40 kilómetros de Medinaceli, en un apacible entorno, se encuentra el monasterio de Santa María de Huerta (monasteriohuerta.org), fundado por Alfonso VIII en 1179. Esta joya del Císter, vigilada de cerca por las ruinas del castillo de Belimbre, conserva una hermosa combinación de estilos románico, gótico, plateresco y barroco. Sus históricos muros, declarados Bien de Interés Cultural, han sido testigos de siglos de espiritualidad, y hoy, más de ocho siglos desde su fundación, continúan acogiendo a una comunidad de monjes cistercienses.
Entre sus múltiples atractivos destaca especialmente su refectorio, considerado por los expertos en arte como uno de los más hermosos y mejor conservados de España. Además de las visitas guiadas por el recinto, el monasterio cuenta con una hospedería que permite disfrutar de la paz y la espiritualidad del lugar. Y para quienes busquen una experiencia aún más profunda, también existe la posibilidad de vivir un retiro de una semana y compartir el ritmo de vida con la comunidad monástica.