Cada viaje tiene su propia magia, pero siempre parece que el último ha sido el mejor. A veces, porque se cumplen las promesas de aventura, otras, porque la cultura local sorprende. Este retorno a Guatemala en moto me recuerda que no hay nada tan complicado como parece. En 2012, cuando lo visité por primera vez, un terremoto en la frontera con México me impidió explorarlo por seguridad. En esta ocasión decidí recorrerlo de costa a costa, desde el Caribe hasta el Pacífico, sobre mi Ducati Scrambler. La llegada a la Ciudad de Guatemala desde el aire anticipa el terreno accidentado: montañas, lagos y volcanes se despliegan ante mis ojos, prometiendo kilómetros de carreteras serpenteantes. Apenas toco tierra, lleno el depósito y parto hacia Río Dulce, el único rincón caribeño del país, donde me espera mi amiga y compañera de aventuras Marcia Susaeta.
El trayecto no es sencillo. Los camiones-tren dominan la carretera, dejando una estela de humo negro mientras esquivo baches gigantescos y calculo cada maniobra. Es agotador, pero me mantiene alerta. Me divierte esa sensación de videojuego, donde la adrenalina se dispara y el tiempo se dilata en esos escasos 300 kilómetros cuadrados que tardan cinco horas en completarse.
Río Dulce, donde el lago de Izabal se une al Caribe, es un lugar que habla de historia y naturaleza. Navegamos hasta Livingston, hogar de la comunidad garífuna y su música reggae, paz y amor. A medida que nos adentramos en el río, la vida parece hacerse más sencilla y auténtica, la jungla lo abraza todo. Las niñas venden baratijas desde sus cayucos, incluso alguna concha de tortuga. Decenas de aves vuelan sobre el río, se posan sobre los enormes nenúfares del manglar. Al avanzar el río se estrecha entre cañones de paredes de más de 10 metros.
Livingston es vibrante, colorido y encantador. Solo se puede acceder por agua y sus habitantes, negros descendientes de antiguos esclavos africanos, llenan la colorida ciudad de música y blancas sonrisas. El día culmina, ya tierra adentro, en el castillo de San Felipe, evocando tiempos de piratas y aventuras.
Cruzando de este a oeste el país, la siguiente parada es Antigua. Me fascinan sus montañas, la gente y el ambiente único de sus celebraciones. La ciudad se viste de colores en procesiones de Semana Santa, sobre los suelos adoquinados y puertas de brillantes colores. Los volcanes que la rodean, como el Agua o el Fuego, vigilan imponentes desde el horizonte de cualquiera de sus calles. Me encanta mezclarme con el turismo local e imaginar las primeras procesiones que se celebraron, traídas a esta provincia de Ultramar.
Pasados unos días, llegamos al lago Atitlán, con sus doce pueblos, cada uno con el nombre de un apóstol y su propio carácter. Aquí, las Ducati se adaptan al terreno sin problemas, desde interminables cuestas de arena y polvo, donde nos cruzamos con burros cargados, hasta las pendientes interminables que sortean con pequeños utilitarios.
"Ha sido un viaje intenso, de esos que te mantienen viva y conectada con la esencia de la aventura"
El viaje culmina en el Pacífico, recorriendo la Panamericana que, a diferencia de 2012, ahora cuenta con carriles adicionales, aunque la vida sigue desarrollándose peligrosamente en sus arcenes. La ruta se suaviza y el paisaje se llena de campos de caña de azúcar. En un giro inesperado, nos detenemos en un pueblo con barricadas, no nos permiten atravesarlo y nos lo dejan muy claro al disparar al aire una escopeta, logramos sortearlo por caminos alternos. Así es viajar en moto, cada obstáculo se convierte en una nueva ruta por descubrir.
Al final del día, tras pasar por el pueblito de La Gomera (de nuevo mis pensamientos de aquellos tiempos de descubrimiento), llegamos a la orilla del Pacífico. El Paredón es un pueblito con calles de arena, un morro separa el río del mar donde nos sentamos a contemplar el atardecer. Ha sido un viaje intenso, de esos que te mantienen viva y conectada con la esencia de la aventura. Y, como siempre, Marcia y yo ya estamos pensando en el próximo destino.