Si hay un sitio en Madrid para dar la bienvenida a la primavera es, sin duda, la Quinta de los Molinos, que, a finales de febrero y principios de marzo, regala un espectáculo efímero que despierta todos los sentidos. Y, además, es gratuito. A las 6 de la tarde de un día de diario, a la altura del número 527 de la calle de Alcalá hay mucha actividad. Es la hora en la que muchos cogen el metro (línea 5) en la estación de Suances y regresan a casa después de su jornada laboral en este barrio de oficinas. Otros, con más tiempo, sobre todo vecinos de la zona, cruzan la discreta puerta de la finca y corren o pasean, dejando atrás el ruido de la calle más larga de la capital. Estas semanas lo hacen entre cerca de 2000 almendros en flor que dan color a este oasis de la zona este de Madrid.
Son cinco las puertas que tiene la Quinta de los Molinos, las dos principales dan a la calle Alcalá; por una de ellas accedemos para descubrir esta antigua finca de recreo de 21 hectáreas cuya historia se puede leer en un cartel antes de empezar a pasear. El ingeniero y arquitecto alicantino César Cort Botí, una figura clave en el desarrollo del urbanismo en España, compró en la segunda década del siglo XX unos terrenos rústicos en la antigua carretera de Aragón con la idea de crear un gran jardín de aire mediterráneo.
El jardín fue ideado con dos partes diferenciadas: la zona norte (a la que también se accede por la calle Juan Ignacio Luca de Tena), distribuida en terrazas y con varias arquitecturas destacadas; y la mitad sur, la zona agrícola, con una división en cuarteles de distintas variedades de almendros rodeados de plantaciones de coníferas y frondosas que los protegieran.
En torno al primero de los cuarteles, que encontramos a la derecha, antes de llegar a las dos fuentes gemelas de ladrillo que nunca fueron acabadas, muchos se entretienen haciéndose fotos con los árboles de flores blancas, los niños se divierten más jugando con la pelota, otros pasean con su perro y algunos se tumban en la pradera con una manta y pasan un romántico rato en pareja. Las cámaras de los móviles no consiguen captan como el ojo humano tanta belleza como los alineados almendros derrochan estos días.
El camino principal, adoquinado en su primer tramo, deja a derecha y a izquierda los almendros de flores rosas y blancas en los que, estos días, se concentran los visitantes, pero si se avanza más, al llegar a la parte norte, el jardín cambia. Toda una red hidráulica se creó para la quinta: albercas y fuentes ornamentales, manantiales y pozos y hasta molinos de viento traídos de Estados Unidos en 1920 que se instalaron para la extracción de agua de estos, los que darían nombre a la finca.
Los almendros acaparan toda la atención a finales de febrero y principios de marzo, pero este apacible espacio verde de la ciudad, para muchos madrileños todavía un desconocido, también es un escape para cualquier momento del año, porque tiene senderos por los que caminar entre olivos centenarios, pinos carrascos y piñoneros, encinas, cipreses y eucaliptos. Algunos de estos altísimos ejemplares los vemos a la orilla del lago de los Molinos donde nadan los patos alrededor de un surtidor central que eleva el agua a varios metros de altura. Muchos arbustos se encuentran en el camino, desde lirios a artemisas, por eso los aficionados a la botánica tienen también aquí su espacio.
Pasando el puente sobre el cauce del arroyo de los Trancos, que separa la parte más forestal del parque y la zona que reúne la mayoría de las construcciones y obras hidráulicas, y tomando a la derecha un camino se accede a la terraza superior por una fuente entre dos escaleras. En un lugar destacado se ve un antiguo invernadero, hoy un armazón metálico, que acoge en su interior una fuente, y delante de él una antigua columna jónica.
A un lado del invernadero está la Casa del Reloj, de estilo tradicionalista, que César Cort construyó como residencia de verano y ahora es una escuela taller. A su alrededor, otro molino de viento, más fuentes, un estanque, una columna corintia y otro conjunto de almendros brotando en flores rosas.
Al fondo, a espaldas de la entrada sur, se admira el palacete que el ingeniero y urbanista construyó entre 1925 y 1940 en un estilo muy cercano al de la Secesión vienesa, con tres cuerpos escalonados y una torre que tiene nuevo uso. Es el Espacio Abierto, un edificio municipal con un auditorio y aulas donde se organizan talleres, actividades y espectáculos para niños y jóvenes, y un café-jardín donde tomarse un respiro entre paseo y paseo por esta quinta histórica imprescindible cada primavera.