La historia, que a veces tiene designios extraños, hizo de San Felices de los Gallegos una villa codiciada por distintos reinos, que fue cambiando de mano según soplaba el viento. Su posición era clave. Perdido en los confines de la provincia de Salamanca, su entramado se asienta en la misma raya, allí donde el río Águeda (afluente del Duero) ejerce de frontera natural entre España y Portugal.
Por este emplazamiento estratégico, y por otras vicisitudes de la vida, este pequeño pueblo, declarado conjunto histórico por su belleza pétrea, ostenta hoy en día un curioso título: es la localidad que más veces ha pertenecido al país luso y la que más veces ha sido recuperada de manera pacífica. Y ello por no hablar de otras incursiones. Porque hasta los franceses, tras la Guerra de la Independencia contra la invasión napoleónica, llegaron a ocuparla durante unos años.
Disputas, invasiones y reyertas han marcado el devenir de su existencia, a su vez favorecida, todo sea dicho, por ciertos privilegios reales. Y esto, claro, se aprecia en cada paso que se da por sus calles impecables como el decorado de una película medieval. Todo en esta villa, que tuvo hasta cinco recintos defensivos, remite a aquellos tiempos de caballeros de pesadas armaduras que profesaban códigos de honor y lealtad.
RECINTO DEFENSIVO
Es el conjunto formado por el castillo del siglo XII, la fortificación del XVIII y la Cerca Vieja (es decir, gran parte de la antigua muralla que se puede recorrer por arriba) el mayor atractivo de San Felices. Pero su hito por antonomasia será siempre la torre del Homenaje, no tanto porque su silueta es visible desde la lejanía como por la bonita anécdota que atesora: fue un labrador quien detuvo las obras de su derribo, salvándola de la destrucción. Hoy su interior alberga un centro de interpretación en el que se recoge la historia del pueblo.
Tampoco hay que perderse otros monumentos de carácter religioso, como el convento de la Pasión, levantado a principios del siglo XVI, la ermita del Rosario y la ermita del Divino Cordero, que es el centro del fervor no solo de este pueblo, sino también de sus aledaños. Peor suerte corrió la primitiva iglesia de Nuestra Señora entre Dos Álamos, de la que un devastador incendio solo dejó la portada románica y la torre de las Campanas, una de las construcciones más antiguas de la villa, casi coetánea del castillo, al que sirve como monumental puerta de acceso.
LA BUENA MESA
A San Felices no solo se viene a empaparse del sabor medieval, sino también del sabor propiamente dicho. Para eso está Mesa del Conde (mesadelconde.com), un restaurante emplazado en la antigua casa del médico, que también hoy es un centro de turismo rural con siete habitaciones dobles. Su menú, como bien indica su nombre, ofrece platos de alta alcurnia. Desde guisos cómo los de las abuelas hasta hamburguesas de buey, pasando por revueltos de farinato (un embutido típico de Salamanca elaborado con manteca de cerdo) o patatas a la importancia.
También sabor encontramos en el Museo del Aceite El Lagar del Mudo, que se aloja en una antigua almazara recuperada, cuya restauración le valió diversos premios. Una delicia de visita en la que se recorre el viaje que hace la aceituna desde el propio brote en el olivo hasta convertirse en ese oro líquido que es uno de los productos estrellas de la región. Incluso hay en este territorio una variedad de oliva única en el mundo: la zorzal.
NATURALEZA IMPRESIONANTE
Pero más aún que los olivares, son las viñas las que dominan el entorno de este pueblo perteneciente a la Ruta del Vino de Arribes del Duero, en el que el néctar de Baco sirve de hilo conductor para descubrir una naturaleza portentosa. También por aquí hay uvas milenarias (bruñal, tinta jeromo, puesta en cruz…) que las distintas bodegas se esfuerzan en recuperar. Algunas, como El Hato y el Garabato, en Formariz, o Frontío, en Fermoselle, son auténticas muestras de amor por este territorio desconocido, pero extremadamente hermoso.
Aquí donde el Duero se encajona entre cañones de granito a lo largo de 180 kilómetros, encontramos un paisaje dibujado por hoces abismales, riberas escarpadas y cascadas atronadoras que se precipitan entre una mezcla de vegetación atlántica y mediterránea. Por algo estamos en un parque natural que forma parte de la Reserva de la Biosfera Transfronteriza Meseta Ibérica, la mayor que existe en Europa.
Nada hay como explorar sus impresionantes miradores (hasta 60 se cuentan en la zona) desde los que el curso fluvial se despliega en todos los ángulos bajo el vuelo de las cigüeñas negras, los buitres leonados, las águilas reales y los alimoches, que son la imagen del parque. Sobre todo el mirador del Fraile, descolgado de las paredes de granito, ofrece una panorámica insuperable. Pero la gran guinda del lugar, aquello que nadie debe perderse, es un crucero por el río a bordo de una embarcación. Desde aquí, una vez más, España reposa a un lado y Portugal a otro, como en San Felices de los Gallegos.