Cada tarde, mucho antes de que el sol si quiera roce el horizonte, y sin importar si es lunes, miércoles o domingo, los vecinos de Trujillo, la de Perú no la cacereña, se citan en su mítica Plaza de Armas. Este amplio espacio público posee una gran carga simbólica, pues fue precisamente aquí donde el español Diego de Almagro fundó la ciudad, capital del estado de La Libertad, en 1534. Un escenario para el júbilo, el recreo y el compartir, ya sea entre amigos o en familia.
No tardan los vendedores ambulantes en aprovechar la ocasión para arrastrar hasta la zona sus carritos a ruedas. Pequeños mostradores en los que despliegan un género protagonizado mayormente por globos, golosinas y bebidas. Los padres salen a pasear con sus hijos, los abuelos charlotean en los bancos, y las palomas revolotean por cada rincón esperando a que alguien se decida a echarles de comer. En medio de todos ellos, presidiendo la plaza, el imponente monumento La Libertad, obra del alemán Edmund Müller, pone un toque más sobrio al asunto.
Esta escena, repetida a diario en el corazón de la ciudad, tiene la suerte de hallarse abrazada, además, por algunos de los emblemas arquitectónicos de Trujillo. Porque, qué sería de una Plaza de Armas sin contar en ella, por ejemplo, con la presencia de la iglesia, con una fachada pintada de amarillo impoluto, en una de las esquinas del cuadrilátero se alza la Catedral basílica de Santa María, del siglo XVII y hogar de numerosas obras de arte de la época virreinal como el lienzo de La transverberación de Santa Teresa o el retablo de su altar mayor. Fuera, en una de sus torres, continúa luciendo el reloj que llegó desde España a mediados del siglo XIX.
TRUJILLO O EL ENCANTO DE LO COLONIAL
Se apresuran los peruanos a defender, con todo el derecho del mundo, que Perú nunca fue una colonia de España, sino un virreinato. Eso no quita que, por simple costumbre, a la hora de definir la arquitectura que predomina en sus calles y plazuelas, se hable de ese estilo como el “colonial”. Unas líneas presentes en esos bellísimos balcones enrejados que decoran las coloridas fachadas de sus casonas son buena prueba de ello. Una de ellas, la Casa Urquiaga, es un maravilloso lugar para continuar nuestro periplo trujillano sin movernos del lugar: levantada en el siglo XVI, aunque ha sufrido distintas modificaciones, conserva esa esencia neoclásica que la hace tan especial y que permite viajar al pasado para entender algunos detalles de su historia.
Lo curioso es que el monumento, además de funcionar como museo —gratuito, por cierto—, es parte también del Banco Central de Reserva del Perú, por lo que sus instalaciones siguen activas a diario. Dentro, expuestas a lo largo de diferentes estancias y patios porticados, descubrimos piezas de época preinca, pero también del virreinato o los años republicanos. Objetos que pertenecieron a los chimús, uno de los pueblos que habitaron la zona en la época preinca, mobiliario elaborados en caoba e incluso algunas piezas de cerámica donadas por el mismísimo Simón Bolívar. El escritorio que utilizó durante su estancia en esta misma casa, por cierto, también se conserva aquí.
De nuevo en el exterior, y antes de enfilar la calle peatonal Francisco Pizarro, echamos la vista atrás, literal y metafóricamente. En otro de los extremos de la Plaza de Armas, un precioso edificio en tonos marrones y majestuosos balcones es hoy la Casa de la Identidad Regional, pero albergó el primer colegio de la ciudad. En otro lateral, el Hotel Costa del Sol Trujillo Centro ocupa una antigua casa colonial y es el lugar ideal, bonito, céntrico y con un servicio impecable, en el que alojarse durante la estancia en Trujillo.
Y caminamos, que es lo que siempre apetece cuando de descubrir una ciudad se trata. Los negocios locales, sobre todo tiendas de moda y pequeños restaurantes, se alternan a lo largo de la vía con casas de apuestas y algún que otro edificio monumental. Intuimos la fachada del Convento de la Merced, bastante deteriorada por el paso del tiempo, tras una plazuela, y alcanzamos el Palacio Iturregui, levantado en 1842 como hogar del general que lo mandó construir y hogar, hoy, del Club Central de Trujillo. Por tratarse de un lugar privado, poco podremos ver más allá de su patio interior, aunque será suficiente la majestuosidad que desprenden sus columnas y balcones es espectacular.
El paseo por la ciudad debe acabar, antes de que caiga el sol, en torno a los mercados que concentran la vida comercial de la urbe, a solo un par de cuadras del centro histórico. De camino, estampas de lo más auténticas, como el anticuchero que se afana en preparar en su parrilla uno de los más deliciosos platos peruanos, o aquella que vende, por el contrario, helados artesanales. Una vez en los pabellones que alojan las tiendas, será el momento de hacerse con algún souvenir, pero, sobre todo, con unos nuevos zapatos de cuero que añadir al armario. Trujillo, para nuestra sorpresa, posee un tejido industrial muy importante en torno a esta industria.
RUTA PARA DESCUBRIR LA CULTURA MOCHE
Resulta que la Ciudad de la Eterna primavera, como es conocida popularmente, no escatima en atractivos, ni dentro, ni fuera de su centro urbano. De hecho, el formar parte de la popular Ruta Moche, cultura que se extendió por toda la zona norte de Perú entre los siglos II y VI d. de C. y se caracterizó por construir inmensos complejos religiosos y administrativos conformados por palacios, templos y huacas a base de adobe, le lleva a contar con increíbles yacimientos arqueológicos que son tesoros del patrimonio trujillano.
Uno de ellos es el que concentra las Huacas del Sol y de la Luna, dos pirámides que constituyen, no en vano, el complejo más importante de la cultura mochica. De hecho, esta fue su capital durante más de seis siglos. La zona concentró la vida política, ceremonial, administrativa y residencial de aquellos tiempos, además de un cementerio, e incluso fue habitada por las culturas que sustituyeron, poco a poco, a los mochis: la chimú y la sicán. De ellas nos sorprende sus dimensiones descomunales, que en el caso de la Huaca del Sol alcanza los 345 metros de largo por 160 de ancho. Tanto es así, que se cree que para su construcción hicieron falta más de 250 mil hombres. La Huaca de la Luna, sin embargo, fue muy posiblemente el templo principal de aquella época: caminar por sus espacios habilitados nos lleva a ser testigos de una historia que nos habla de sacrificios humanos, de combates y de un arte que aún pervive plasmado, de manera sorprendente, en muchas de sus paredes.
No muy lejos se encuentra otra parada incuestionable: la Ciudadela de Chan Chan. Una manera ideal de visitar el espacio es pasando, en primer lugar, por su museo, donde interiorizar las bases de la riquísima cultura chimú (siglos XII-XV), para después andar y desandar los restos de la que está considerada la ciudad de adobe más grande de América (20 kms2). Aquí, como en todos los lugares de esta índole que son herencia de aquel pasado, encontramos vestigios de grandes murales en alto y bajorrelieve pintados con colores extraídos de materiales naturales en los que quedaron plasmados los dioses, mitos y leyendas de la civilización chimú.
EL BAILE DE LOS CABALLOS
Sin embargo, si hay algo que identifica de manera absoluta a la región de La Libertad, es una de las danzas más elegantes y bonitas de todo el sur de América: la marinera norteña. Y si existe un lugar especial donde ser testigo de este arte, ese es Casa Campo Alcor, una finca a las afueras de Trujillo donde comparten a diario su legado cultural más arraigado, al tiempo que ofrecen una exhibición del caballo peruano de paso que resulta espectacular.
Cuatro jinetes a lomos de Careta, Cantinera, Doncella y Poema nos encandilan desde el mismo instante en el que, al ritmo de música peruana, hacen su aparición en la pista. Verlos en acción es contemplar un derroche único de elegancia y buen hacer. Pronto, también una joven bailarina muestra su talento: el ir y venir de sus pies, descalzos, entre caballos y al ritmo de la música, convierte el espectáculo en un momento de lo más especial.
HUANCHACHO, EL PUEBLO DE LOS CABALLITOS DE TOTORA
La guinda al pastel la hallamos, eso sí, en Huanchacho, un pintoresco pueblo costero a solo 13 kilómetros de Trujillo en el que sus vecinos se niegan a dejar atrás una de sus tradiciones más bellas: la pesca en caballitos de totora, pequeñas embarcaciones elaboradas a partir de manojos de totora atados con fuerza y con la proa alzada. Decenas de ellos permanecen expuestos, secándose al sol sobre la arena de la playa de El Mogote, esperando a ser lanzadas un día más al agua, o descansando de la actividad de la mañana. No son pocos los pescadores que conservan esta práctica que atesora más de 3.500 años de historia. Son ellos los surferos originarios, aquellos que, sin temor a la bravura del mar, se adentran cada jornada en él manteniendo el equilibrio mientras danzan sobre las olas, hasta lograr la captura con la que ganarse el sueldo.
Tras disfrutar de la escena, un final para quedarnos con el mejor sabor de boca: nos hacemos hueco en una de las mesas del Restaurante Big Ben, frente a la playa, para dar buena cuenta de un delicioso ceviche —o cebiche, como lo escriben en numerosos lugares—. Un exquisito plato que, según nos aseguran, fue creado precisamente aquí, en este pedacito del Perú.