Madrid aún no existía, ni siquiera Maŷrīṭ, cuando el árbol más viejo de la región nació en la sierra. Para ver al Tejo de Valhondillo hay que andar, lo mismo que para visitar al resto de árboles singulares de los que hablamos a continuación. Caminar es sano. Por eso, en parte, nos gusta tanto. Pero ellos no han dado un paso y ahí siguen, tan panchos.
1. TEJO DE VALHONDILLO (RASCAFRÍA)
Los tejos crecen a un ritmo tan lento –23 centímetros cada tres décadas, midiendo la circunferencia del tronco– que, para que un ejemplar llegue a tener 9,10 metros de cintura, como el Tejo de Valhondillo, han de pasar en teoría 1.186 años. No es matemático, claro: pueden ser 1.200 o 1.300. Incluso 1.500, que es la edad que los expertos le echan a este monstruo de la naturaleza, un árbol casi eterno que es el ser vivo más longevo de Madrid, su abuelo por antonomasia.
Para verlo hay que acercarse al valle alto del Lozoya, donde habita este fenómeno desde tiempos de los godos, y hacer una ruta a pie de 16 kilómetros y unas cinco horas de duración. Se aparca en el área recreativa de La Isla –en el kilómetro 32 de la carretera M-604, que une Rascafría y el puerto de Cotos– y se camina aguas arriba junto al alto Lozoya, que aquí se llama aún arroyo de la Angostura. Enseguida se rebasa la presa del Pradillo, que forma un precioso embalse y una espectacular cascada. Y, como a una hora del inicio, se llega al puente de piedra de la Angostura, del siglo XVI, donde toca despedirse del joven Lozoya y desviarse a la izquierda por una pista forestal que asciende en dirección contraria a la que se traía, cruza dos veces el arroyo de Valhondillo –afluente del anterior– y muere delante del tejo milenario. O casi delante, porque todavía se debe cruzar el arroyo una tercera vez, ahora saltando con precaución de piedra en piedra, ya que no hay puente. Al otro lado se descubre, por fin, al madrileño más vetusto. Está rodeado de otros ancianos venerables, como el llamado Tejo de la Roca –también reconocido y señalizado como árbol singular de la Comunidad de Madrid, con un tronco de solo 5,40 metros de perímetro– o como uno sin nombre que se agarra a la pendiente con unas enormes raíces que la erosión ha dejado al aire y que semejan los tentáculos de un pulpo gigante. Esto es aferrarse a la vida.
2. ENCINA LA INVENCIBLE (BOADILLA DEL MONTE)
La Invencible es una encina de 15 metros de altura, con una copa de 20 metros de diámetro y un troncazo de 4,10 metros de perímetro, que se alza imponente en el monte de Boadilla desde hace 200 años, casi cuando la pintura rosa del palacio, que está ahí al lado, aún manchaba.
Para verla, nada más llegar a Boadilla nos acercaremos al Aula Medioambiental: es punto de información turística y alberga una exposición que repasa la historia del municipio y, sobre todo, su riqueza natural. Que por eso Boadilla se apellida del Monte: por la masa de más de 900 hectáreas de bosque mediterráneo que linda con el casco urbano. En el aula también nos dirán y nos darán todo lo necesario –mapas, folletos y buenos consejos– para recorrer la senda del arroyo de la Fresneda, una ruta circular de solo 2,7 kilómetros –una hora a paso tranquilo o tres cuartos si se marcha rapidito, como Rajoy–, que, sin alejarse mucho del aula y del palacio, muestra al paseante una abundante vegetación de ribera, aves, mariposas y árboles tan soberbios como La Invencible o como el pino piñonero de 25 metros de altura y otros dos siglos de edad que se yergue majestuoso cerca de la Charca de los Patos. Este recorrido se describe también con detalle en el apartado de rutas por el monte de visitaboadilla.com.
3. REBOLLO DE LAS PUENTECILLAS (PUEBLA DE LA SIERRA)
Caminando desde Puebla de la Sierra por la carretera que lleva a Prádena del Rincón (M-130) y desviándonos al llegar a la primera curva cerrada por un camino de tierra que sale a la izquierda, nos plantaremos en 10 o 12 minutos frente al Rebollo de las Puentecillas, un ejemplar singular de roble melojo (Quercus pyrenaica) con un tronco de 6,35 metros de circunferencia y una edad aproximada de 400 años. Más que su tamaño y su edad, sobrecoge su soledad, pues ha sobrevivido esos cuatro siglos en el valle más apartado de la sierra, soportando ventoleras y nevadas que, hasta hace bien poco, dejaban todo el invierno incomunicados a los vecinos de Puebla de la Mujer Muerta –así se llamó este lugar hasta 1941–, y eso que ellos tenían piernas…
Si andar 10 o 12 minutos nos parece poco ejercicio para las nuestras, podemos volver al pueblo por el mismo camino y hacer la senda de los Robles Centenarios, una ruta de tres kilómetros y una hora y media de duración que discurre por la prolongación de la calle del Pradillo, entre árboles inmensos. No todos son robles. De hecho, el primero es un nogal de 14 metros de altura, con una copa de 16 metros de diámetro, que en otoño alfombra la calle de hojas amarillas y nueces. Aquí mismo arranca la ruta, que está señalizada con balizas con flecha verde. Más detalles, en el apartado de rutas de puebladelasierra.es/turismo.
4. GIGANTES DEL JARDÍN DEL PRÍNCIPE (ARANJUEZ)
Unas 150 hectáreas –como 105 campos de fútbol–: eso mide el jardín del Príncipe, uno de los mayores de Europa. Al norte limita con el río Tajo y al sur lo hace con la rectilínea calle de la Reina a lo largo de tres kilómetros. Se mire donde se mire, se ven majestuosos plátanos, tilos y castaños de Indias, así como viejos procedentes de América: liquidámbares, ahuehuetes, pacanas, caquis de Virginia... No son gigantes porque crezcan en la ribera bien regada y abonada del Tajo, que también, sino porque los plantaron hace casi 250 años. En 1772, siendo príncipe Carlos IV, empezó a formarse a capricho suyo este jardín, trazado en parte por el arquitecto Juan de Villanueva y en parte por Pablo Boutelou, apellido ligado a una larga dinastía de jardineros mayores de los reales sitios. A este último se debió la plantación de estos árboles descomunales que, en otoño, cuando la diosa Flora extiende sobre sus copas todos los colores cálidos de su inmensa paleta –amarillos, ocres, dorados y rojizos–, resplandecen de ancianidad y hermosura.
En el jardín del Príncipe hay declarados 21 árboles singulares de la Comunidad de Madrid, 15 de los cuales pueden admirarse cómodamente si se hace una sencilla ruta de cinco kilómetros y un par de horas de duración, entrando y saliendo por la puerta de la Plaza Redonda –calle de la Reina, 22– y siguiendo las indicaciones y el mapa que se facilitan en arbolessingularesdelacomunidad.jimdofree.com/rutas/aranjuez. Nada más entrar, reconoceremos tres árboles prodigiosos: el Plátano Padre –el más viejo del lugar: ¡230 años!–, el de la Trinidad –56 metros de altura– y el Mellizo –dos troncos unidos a una base de 11 metros de circunferencia, como la pata de un dinosaurio–. Otro punto de interés es la calle de Francisco de Asís. Paseando por ésta en dirección al río, contemplaremos una alineación de portentosos liquidámbares, cuyo follaje vira en otoño al amarillo y al rojo vivo. El tercer lugar que nos dejará boquiabiertos es el Jardín Chinesco. Aquí se alzan, a la orilla del estanque, varios ahuehuetes, el mayor de los cuales mide 46 metros y anda por los 220 años. De la longevidad de la especie dan cuenta el ejemplar de más de 2.000 años que vive en Santa María del Tule (México) y su hermano de Popotla, bajo el que se dice que lloró Hernán Cortés en la llamada Noche Triste. También veremos algún vetusto ciprés y un larguirucho caqui de Virginia –entre el estanque y una cercana casa de ladrillo–, cuyos apetitosos frutos no hay que comer antes de las primeras heladas, so pena de padecer un estreñimiento total. Avisados estamos.
5. EL PINO SOLITARIO (LOS MOLINOS)
El Pino Solitario es un majestuoso pino silvestre de alrededor de 300 años que se alza completamente aislado de sus congéneres en la solana pelada de la Peñota, a 1.600 metros de altura, casi en la linde de Los Molinos y Cercedilla, y cuya silueta se recorta precisa contra el añil del cielo vespertino, el amarillo cambronal o el ceniciento roquedo, según cuándo y desde dónde se mire. Al parecer, fue el único superviviente de un incendio que asoló está ladera a mediados del siglo pasado. Más tarde, unos veteranos excursionistas que, atraídos por la paz de su retiro, solían visitarlo caminando desde la urbanización Valle de la Fuenfría, en Cercedilla, le pusieron tal nombre y con él se quedó, como solitario guardián de uno de los mejores miradores de la sierra de Guadarrama.
Aunque pertenece a Los Molinos –pueblo donde se le conoce también como Pino de San Roque–, este viejo náufrago de las llamas y del tiempo tiene mejor acceso desde Cercedilla, subiendo desde el barrio de la estación hasta el raso del Hornillo por el Camino de los Campamentos y luego por la vereda de los Poyalejos –señalizada con círculos rojos– hasta la Calle Alta, como se conoce la pista forestal que corre horizontal por el valle de la Fuenfría, a 1.700 metros de altura. Avanzando por ella hacia la izquierda, al cumplirse dos horas y media de marcha se llega al collado del Rey, un raso que marca el límite entre Cercedilla y Los Molinos –para más señas, hay una alambrada– y el límite también del bosque, que, a raíz del mentado incendio, se perdió allende el collado sin dejar más rastro que el Pino Solitario.
Ya solo falta franquear la alambrada por un estrecho paso y bajar junto a ella un breve trecho –alrededor de 200 metros– para llegar al lado del Pino Solitario, inconfundible por sus 25 metros de altura, su tronco de 4,5 metros de circunferencia y su estricta soledad. No se puede estar más solo que este gigante. Ni tener mejores vistas, porque nada ni nadie le oculta el magnífico panorama que hay del valle del Guadarrama, de los montes de El Escorial, del embalse de Valmayor y de la llanura en la que hormiguean los seres que no quieren, ni saben, estar solos.