Ocurre cada día, sin excepción, con las primeras luces del alba. Justo cuando el sol se despereza y las panaderías desprenden aroma a croissant horneado, Luang Prabang se detiene para celebrar el tak bat o ceremonia de las almas. Un ritual milenario con el que cientos de monjes de cabeza rapada y túnicas de color azafrán salen a recorrer las calles en ordenada procesión. Al hombro llevan colgada una cesta en la que los fieles, colocados de rodillas sobre la acera, depositan sus ofrendas de arroz glutinoso.
Merece la pena darse el madrugón para vivir este culto, uno de los más sagrados del budismo, cargado de un recogimiento que cala hasta el más agnóstico. Es la escena que define a esta ciudad atípica, a la que muchos ven como un oasis dentro del trasiego sobresaturado del sudeste asiático. Aquí donde la tecnología eclipsa las costumbres ancestrales, donde las metrópolis se mueven a un ritmo trepidante, en este enclave se mantiene intacta una contagiosa espiritualidad.
El pequeño París
Luang Prabang es el corazón histórico de Laos, el país encajado entre Tailandia, Vietnam, Camboya, Myanmar y China, sin una salida al mar que le dé respiro. Una adormilada localidad, ajena a los dictados de la modernidad, en la que la vida discurre silenciosa y discreta. Nada de turismo masivo, de urbanización desmedida, de estridente ocio nocturno.
Custodiada por montañas salvajes y acomodada en el recodo que dibuja la confluencia del río Mekong con su afluente, el Nam Khan, el perfil de esta ciudad protegida por la Unesco exhibe una belleza única. Pero es sobre todo su entramado urbano el que le convierte en un lugar que no se esperaría de Asia. Un lugar con cierto charme, que le viene de los tiempos de dominación francesa en que el país formaba parte de Indochina.
Todo en Luang Prabang tiene sabor colonial. Las calles en cuadrícula, las fachadas engalanadas con flores, las mansiones que han sido convertidas en restaurantes con encanto y atractivos hoteles boutique. Y todo resulta armonioso e impecable, apacible y sereno. Curiosamente, un paseo por su centro histórico depara deliciosa cocina occidental, vinos selectos, galerías de arte, tiendas sofisticadas… Como un pequeño París, pero plagado de templos.
La vida gira en torno al rezo
Hoy sólo quedan 33, pero llegó a acoger hasta un millar, por lo que antaño fue conocida como la ciudad de los mil templos que punteaban el pasaje urbano. Templos al más puro estilo laosiano, con tejados curvos, fachadas doradas, paneles de teca y columnas bermellón. No hay que pasar por alto el Wat Wisunarat, con su colección de Budas dorados que extienden los brazos para llamar a la lluvia. Ni tampoco el Wat Choumkhong, con su bello jardín de poinsetias o flores de pascua.
Pero, sobre todo, no hay que perderse bajo ningún concepto el Wat Xieng Thong, puesto que figura entre los más hermosos de Asia: un conjunto de capillas, estupas y viviendas monacales, con tejados que descienden hasta el suelo e impactantes interiores. Es el gran hito arquitectónico de Luang Prabang, junto con el Palacio Real, complejo en el que se incluye el Museo Nacional, el Teatro Real y el magnífico Wat Ho Pha Bang, un templo aupado sobre una escalinata y diseñado para albergar una de las imágenes de Buda más reverenciadas del mundo.
Crepúsculos espectaculares
Más que las visitas en sí mismas, es el ambiente pacífico y atemporal el que hace especial a esta ciudad, en la que el pulso se relaja como en ningún otro lugar del mundo. Sobre todo al atardecer, cuando el sol se despide con una estela roja, antes de ocultarse tras las montañas que se alzan sobre las achocolatadas aguas del Mekong. Hay quien prefiere contemplarlo desde el monte Phu Si, al que se accede tras superar los 328 escalones que trepan hasta una altura de cien metros. En la cima, dominando el valle, aguarda un nuevo templo, el Wat That Chom Si, con unas vistas prodigiosas.
Una vez que la noche se enciende y las calles se refrescan, es momento de lanzarse a curiosear por el Night Market, emplazado en la calle principal, a los pies del Palacio Real. Un lugar ideal para probar la comida callejera y adquirir bonitos recuerdos como pañuelos de seda, lámparas de bambú o mantas del pueblo hmong. Con sus productos primorosamente colocados, sus trémulos farolillos y la sonrisa eterna de sus vendedores, puede que sea el más tranquilo del continente asiático.