La bautizaron con el nombre de Wild Atlantic Way (costa salvaje del Atlántico) y no por capricho. A lo largo de sus más de 2500 kilómetros de recorrido –desde Cork, en el sur, hasta Donegal, en el norte–, esta ruta que serpentea por el litoral de la isla esmeralda está salpicada de acantilados, paisajes de infarto e historias de naufragios. Además, alberga algunos de los entornos más hermosos de toda Europa, con 5 parques nacionales y hasta 63 playas en las que ondea una bandera azul. Durante la travesía también puedes descubrir hasta 22 islas, una biodiversidad maravillosa y un buen número de enclaves históricos, iglesias, monasterios y pintorescos faros que custodian la costa.
Este entorno de belleza salvaje ha sido escenario de ficciones y sueños, pues no pocos cineastas han hallado aquí un plató natural donde la magia de Irlanda cobra vida. La guerra de las Galaxias, Normal People o Almas en pena de Inisherin han encontrado en la Wild Atlantic Way ese halo único capaz de transformar un paisaje en poesía visual.
POR TIERRAS DEL SUR
Recorrer toda la ruta puede resultar una tarea épica, pero aventurarse por algunas de sus etapas, especialmente que este año se celebra su décimo aniversario, es una invitación a una escapada inolvidable. El itinerario recorre algunos de los parajes más singulares de la isla, convirtiendo el viaje en una sucesión interminable de postales en las que la belleza se despliega un kilómetro tras otro.
Los condados más al sur, Cork y Kerry, despliegan su esplendor con majestuosas montañas, lagos cristalinos y penínsulas que se asoman al Atlántico. Kinsale, punto de partida de la ruta, ofrece una maravillosa introducción a la costa de Cork, con encantadores pueblecitos que parecen sacados de un cuadro lleno de color.
Allí, el visitante encuentra la estación de señales de Mizen Head (mizenhead.ie), el punto más al suroeste de Irlanda, con fama de ofrecer uno de los senderos más singulares de toda la isla. Su puente, erguido con orgullo sobre un mar a menudo embravecido, permite, con algo de fortuna, avistar delfines y ballenas jorobadas que se deslizan como sombras entre las olas. La estación, que en otros tiempos sirvió para prevenir a los navíos de las traicioneras rocas, es hoy un apasionante museo que revela su pasado.
El condado de Kerry se ha ganado también una merecida fama gracias a la península de Dingle y a Skellig Michael, una abrupta isla que esconde un monasterio del siglo VI, envuelto por la misma magia plasmada en uno de los films de la saga Star Wars.
ACANTILADOS DE VÉRTIGO
Más adelante, Limerick nos recibe con la imponente silueta de su fortaleza normanda, el castillo del Rey Juan, auténtico centinela levantado a orillas del río Shannon. Desde allí, siguiendo la carretera N69, se alcanza el Foynes Flying Boat & Maritime Museum, lugar donde nació el famoso Irish coffee, una bebida que parece llevar consigo todo el calor de la hospitalidad irlandesa.
En tierras de Clare aguardan los hipnóticos acantilados de Moher, cuya altura sobrepasa los 200 metros. Un paisaje sobrecogedor que regresa a la memoria cuando uno escucha, en cualquiera de los pubs de Doolin o Lisdoonvarna, el sonido del violín, el acordeón y la flauta de los grupos tradicionales, cuya melodía parece susurrar cuentos de antaño.
Galway fue designada Capital Europea de la Cultura en 2020, pero también conviene detenerse en ella por otros motivos: tiene fama de ser uno de los mejores rincones para saciar el apetito. Más al norte, es Connemara la que despliega sus encantos con una “belleza salvaje” que Oscar Wilde inmortalizó en sus escritos.
En el noroeste, el condado de Mayo se presenta con paisajes bucólicos y relatos de reinas piratas. En Westport, junto a la bahía de Clew, la Croagh Patrick (montaña de San Patricio) domina el horizonte. Es una montaña modesta, pero con una leyenda gigante: el patrón de Irlanda la subió para rezar durante 40 días y, cada año, los peregrinos repiten su hazaña, muchos descalzos, buscando redención. Cerca de allí, la granja de Padraic Gannon ofrece ostras cultivadas con el mimo del que sabe que trabaja en un paraje idílico y privilegiado. Las visitas guiadas que él mismo lidera terminan siempre con una degustación con sabor a Atlántico y tradición.
Si la lluvia nos sorprende, como es fácil que suceda en esta tierra, hay que cumplir, una vez más, el dicho irlandés: «En la taberna no llueve». Y en Matt Malloy’s, el legendario pub de Westport, esto se cumple a rajatabla: cada noche, la música en vivo y las pintas de Guinness se encargan de animar a los parroquianos hasta que la lluvia se convierta en un recuerdo.
Más al norte, alcanzamos Achill Island, la isla más grande del país, donde las ovejas, pintadas de colores vivos, parecen salidas de un sueño. Achill, con sus 147 km² de superficie, despliega playas salvajes y ásperos acantilados. Allí hay rincones como Keem Beach, de aguas cristalinas, que atraen tanto a bañistas como al apacible tiburón peregrino que nada en sus costas. Este lugar, junto a otros de la isla, sirvió de escenario al film Almas en pena de Inisherin, aportando su magia única. Recorrer la isla en bicicleta es una invitación a descubrir sus secretos, como la Torre de Kildavnet, fortaleza de la “reina pirata” Grace O’Malley, una irlandesa de armas tomar.
POR TIERRAS DE YEATS
El condado de Sligo es el rincón donde el poeta W. B. Yeats pasó sus primeros años. Hoy, sus restos descansan en Drumcliffe, pero en Sligo su espíritu aún pervive: junto al río, una estatua le recuerda, mientras la Yeats Society celebra su legado. Cerca se encuentran la abadía del siglo XIII que él inmortalizó en uno de sus relatos, y también la catedral de Saint John, donde reposa su hermano Robert.
El último hito de la ruta se encuentra en Donegal, donde una vez más los paisajes reafirman su naturaleza indomable. La ciudad se acurruca en la desembocadura del río Eske, vigilado de cerca por un castillo del siglo XV que se erige orgulloso en el horizonte. Al oeste, los acantilados de Slieve League se alzan majestuosos, brindando vistas incomparables del Atlántico y la bahía de Donegal. La Wild Atlantic Way se despide así tal y como comenzó: desplegando ante el viajero una vista inolvidable, un tapiz de belleza salvaje capaz de dejar huella en el alma.