Hay una Valladolid por la que no pasa el Pisuerga. Una Valladolid alegre y bullanguera, trazada de arquitectura colonial, en la que la banda sonora son las rancheras y los corridos, y donde se bebe tequila a raudales y no vino de la Ribera del Duero. Esa Valladolid es la que encontramos en México, en la Península de Yucatán, aquella esquina de tierra que bordea el golfo tratando de anillar el Caribe.
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Unida a la española por el mismo nombre, y a su vez, separada por el Atlántico, ambas ciudades comparten tradición y belleza, historia y arte, cultura y buena mesa. Pero difieren en los colores, los acentos, las costumbres y las nostalgias. Son tocayas con destinos dispares. Tienen mucho en común y, al mismo tiempo, no se parecen en nada.
Mestizaje perfecto
La Valladolid de allende los mares vive entre infinitas playas de arena blanca, cristalinos cenotes de agua dulce y huellas de una cultura milenaria, la de los mayas, que se mantiene viva. Basta con rascar la superficie para dar con restos de esta civilización que dejó tan alto el listón en la arquitectura, que desarrolló una habilidad sin igual en la geometría, que ideó un calendario sofisticado y un complejo sistema de escritura.
Por eso la ciudad es uno de los grandes exponentes del mestizaje yucateco, un lugar, que, si bien nació al calor del descubrimiento con los postulados estéticos que dictaba la Corona (una plaza acompañada de una majestuosa catedral y flanqueada de callejuelas estrechas), fue erigido sobre los cimientos de una existencia milenaria. Esta bonita combinación, esta mezcolanza que aúna la huella de la madre patria con el peso de la historia de México, se aprecia a cada paso.
La calle de moda
Fundada en 1543 por Francisco de Montejo, quien la llamó Valladolid como homenaje a la ciudad castellana del mismo nombre, caminar por sus calles es empaparse del color vivo de sus fachadas, dotadas de balcones enrejados y frescos patios floridos. Edificaciones virreinales que alcanzan total belleza en la Calzada de los Frailes, la icónica vía que es carne de cañón para Instagram.
Aquí no sólo encontramos hotelitos con encanto como Verde Morada, restaurantes gourmet como Cafeína Bistró y mezcalerías como Don Trejo, sino también (y sobre todo) maravillosas boutiques en las que caer rendidos a algún recuerdo de artesanía o algún regalo de diseñadores independientes. Daniela Bustos Maya, Caravana y Mazehual son algunas de las imprescindibles.
Al final de la calle aparece el convento de San Bernardino de Siena, donde cada noche, sobre su fachada, tiene lugar una proyección que desgrana la historia de la ciudad. Este templo, uno de los más grandes de Yucatán, es una huella palpable de la presencia franciscana en esta península caribeña.
Escapadas cercanas
En la Valladolid mexicana no hay que perderse el mercado municipal para adquirir frutas, verduras o artesanía, o la Casa de los Venados, en la que se exponen más de 5.000 piezas de arte popular mexicano.
Pero, sobre todo, no hay que perderse la oportunidad de pasear por sus policromadas calles hasta dar con el centro neurálgico: la Plaza Mayor (o Zócalo), animada por mujeres con vestidos tradicionales que venden tacos y huaraches (una especie de sandalias de cuero planas) junto a la Iglesia de San Servacio, la primera que se construyó en la ciudad.
Y una vez devorado el entramado urbano, aguardan un montón de excursiones. Por ejemplo, las que conducen a los yacimientos arqueológicos. Chichén Itzá es el más famoso y visitado, pero existen otros muchos complejos desperdigados por la península como Uxmal, Edzná, Tulum, Calakmul… que son impresionantes ciudades perdidas, muchas de ellas estranguladas por la selva.
También es muy recomendable visitar algún cenote. No hace falta irse muy lejos puesto que casi en el mismo centro se encuentra el cenote Zaci, de aguas templadas y transparentes. Otros interesantes, aunque ya fuera de la ciudad, son Chukum, Xcanché, Samulá y, tal vez el más fotografiado, el cenote de Suytun.