Cuenta una vieja leyenda que Samar y Kand fueron dos amantes con un destino trágico. En su historia, una suerte de Romeo y Julieta a lo oriental, ambos deciden morir antes de romper su romance. Pero una pirueta poética de la vida hace que sus nombres permanezcan unidos para la eternidad en la ciudad más bonita del mundo: Samarcanda.
Pocas palabras resultan tan evocadoras como la que designa a la segunda metrópoli de Uzbekistán, cuya resonancia parece concentrar toda la magia de las Mil y una noches. Samarkanda fue el epicentro de la Ruta de la Seda, aquella vía que tendió para siempre el vínculo entre Oriente y Occidente. Un camino pionero para el comercio que extendió sus hilos desde China hasta el Mediterráneo para intercambiar no solo mercancías exóticas sino también pensamientos y cultura.
UN MUNDO DE SENSUALIDAD
Hoy, mucho tiempo después, pasear por Samarcanda es revivir esos días en los que la ciudad refulgía con sus cúpulas azules en medio del desierto. Poco cuesta imaginar el trasiego de las caravanas, la delicadeza de las telas, el brillo de los metales preciosos, los aromas a sándalo y especias. En sus mezquitas, mausoleos y minaretes ha quedado impregnada la sensualidad de aquella ruta legendaria.
Más de 2700 años de historia avalan la belleza de este enclave, desde el que poderoso Tamerlán gobernó un imperio gigantesco. Y aunque después la Rusia zarista trató de modernizarlo con largas carreteras, bulevares arbolados y edificios neoclásicos, nada ha logrado empañar el esplendor al que su nombre remite.
Especialmente en Registán, la plaza principal, enmarcada por tres antiguas madrasas (escuelas islámicas) construidas entre los siglos XV y XVII, y enfrentadas unas a otras como para competir en poderío. Hay que tomarse un tiempo largo para contemplar sus mosaicos y azulejos vidriados, para sentir esa explosión de oro y lapislázuli que convierten este espacio en un sueño. Especialmente bajo el brillo cobrizo del atardecer o, ya en la noche, con un curioso espectáculo de luz y sonido.
BAZARES Y MEZQUITAS
Registán, que significa “lugar de arena”, es la imagen icónica de Samarcanda, que recoge en el bazar de Siyob su milenaria tradición comercial. Es el lugar donde descubrir productos locales como los kurt, unas bolitas de leche de vaca que se toman a todas horas. Pero también donde dejarse tentar por la maravillosa artesanía, que incluye productos de orfebrería, cerámica y, por supuesto, seda. Nadie que visite Uzbekistán debería volverse sin un suzane, una especie de tapiz bordado a mano con intrincados motivos florales.
Pero hay que seguir explorando la ciudad para dar con otros hitos deslumbrantes. Como la necrópolis de Shahr-i-Zindah, una avenida de 11 mausoleos en los que la decoración a base de fragmentos del Corán y motivos geométricos alcanza cotas extraordinarias. O la mezquita de Bibi-Khanyum, que fue un regalo de Tamerlán a su esposa favorita y que hubo de ser reconstruida tras el terremoto de 1898.
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Precisamente de Tamerlán no hay que perderse su mausoleo, llamado Gur-e-Amir, que con su gran cúpula azul y su riqueza interior está considerado una obra maestra en la arquitectura de Asia Central. Tal es su magnificencia que dicen que sirvió de inspiración al diseño del Taj Mahal. En la lápida de jade, donde descansan los restos del héroe nacional, otra leyenda cuenta que se encontró una inscripción en 1941: “Quien abra mi tumba desatará un invasor más terrible que yo”. Parece ser que, poco después, Hitler invadió la Unión Soviética.
LA CIUDAD ANTIGUA
Pasear por Samarcanda es, efectivamente, empaparse de leyendas. Trasladarse a un mundo voluptuoso. Contagiarse de la extravagancia de Oriente. Más aún si se pasea por Boqiy Shahar, lo que llaman La Ciudad Eterna. Aunque tiene cierto aire de parque temático, es el lugar donde adivinar cómo era este enclave en la Edad Media. Además, el paseo en barco por el canal resulta de lo más apacible.
Atractivos más auténticos son Koni Ghill, donde se recrea el oficio milenario del papel, y lo que fuera el observatorio de Ulugh Beg, hoy convertido en museo, que propició cruciales avances astronómicos desde la ciudad que fue un crisol de civilizaciones y una confluencia de saberes.