De sabor marinero, con sus barcas de pescadores a la orilla del mar, las casitas blancas que van a para al puerto, sus restaurantes donde degustar los pescados más frescos, su playa de arena… Con estas notas, sería fácil pensar que Burgau tiene todo para ser un rincón costero muy solicitado en verano, y, sin embargo, este pequeño pueblo del Algarve portugués es, afortunadamente, un gran desconocido. Está entre Lagos y Sagres y si los que han pasado por él lo llaman la Santorini portuguesa, será por algo.
Si indagamos un poco, muchos países tienen destinos a los que se compara con Santorini, como Pyrgos, también en Grecia, la alicantina Altea, Sidi Bou Said, en Túnez, o tantos otros. La portuguesa es Burgau, el pueblo del distrito de Vila do Bispo, con menos de 500 habitantes, que no tiene el nombre del resto, pero sí una rica historia pesquera detrás y otros atractivos.
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Conduciendo desde Albufeira, Portimão y Lagos, que es el Algarve más turístico, de golpe, al tomar la carretera N-125 que lleva hasta Burgau, el escenario cambia y hay más sosiego, que será mayor según nos aproximamos al cabo de San Vicente, el extremo de la península ibérica, donde se acaban todas las carreteras de Europa. Por las empedradas cuestas de este pueblo costero adaptadas al terreno, en las que asoman fachadas por las que trepan las buganvillas, hay turistas, pero nada que ver con las localidades vecinas. Los que se acercan hasta aquí lo hacen para disfrutar de un pequeño reducto que tiene mucho de auténtico.
A orillas del Atlántico y resguardada por altos y escarpados acantilados está la playa, a la que descienden por la pendiente las casas que se extienden por la ladera. Son blancas y dan color al paisaje ocre del Algarve que queda a sus espaldas. En el agua casi no hay olas, las familias lo agradecen, porque, aunque el océano es agitado, aquí calma su fuerza. Invita más a alquilar una tabla de paddle surf o un kayak y ver su costa con cierta distancia.
Justo detrás de la playa hay un bar con una gran terraza donde sentarse a saborear pescados frescos a la parrilla y sardinas con unas vistas impresionantes. Por el pueblo hay otras opciones para comer, donde podemos pedir unos percebes, que por algo Vila do Bispo es conocida como la capital de este marisco, o una típica cataplana portuguesa. En Nova Beach Club (novabeachclub.pt) la preparan vegana, y tiene sus adeptos, como la pasta rellena de berenjenas que elabora su chef italiano. Mejor aún si se disfruta un domingo con música en vivo de fondo.
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Aire marinero posee Bombordo Caffé (bombordocafferestaurante.eatbu.com), en la calle principal de Burgau, cuyos pescados también convencen, el pulpo y el atún, especialmente. Y un entorno chulo y un buen ambiente tiene Love Burgau, más informal, en la bajada a la playa.
PLAYA DE CABANAS VELHAS
La del pueblo no es la única playa de Burgau, al otro lado del acantilado, la de Cabanas Velhas es uno de esos arenales ‘made in Algarve’. Son 500 metros de largo, aguas intensamente azules y acantilados a sus espaldas. Detrás, los lujosos chalés y apartamentos de la pequeña urbanización Quinta da Fortaleza, y desde ella, un pequeño sendero para llegar a lo alto y contemplarla con perspectiva.
SALEMA
Siguiendo desde Burgau a Sagres está la playa de Salema, otro de esos enclaves marineros donde se ve a los pescadores faenando a primera hora de la mañana junto a sus barcas de colores. El pueblo es muy pequeño, con callejuelas de casas blancas, bares y restaurantes que le dan ambiente, un buen aparcamiento y, como curiosidad, testimonios de que por este entorno costero merodeaban los dinosaurios. Sus huellas están impresas en dos piedras junto al arenal. A la playa se asoman las villas de NAU Salema Beach Village (nauhotels.com), un buen lugar alargar los días en el Algarve.
SAGRES
Quien pasa por Burgau se acerca a Sagres, que queda a una veintena de kilómetros, que cuenta con playas idóneas para subirse a una tabla y retar a las olas –empezando por la del Tonel– y un puerto pesquero donde se come muy bien y se puede salir a avistar delfines acompañados de biólogos marinos. Tiene también una fortaleza que ocupa una península de roca caliza, con su pequeña capilla y acantilados de hasta 80 metros de altura. Una senda perimetral de dos kilómetros la border y permite admirar las furnas, esas simas por las que el aire comprimido por el oleaje produce misteriosos sonidos. Sobre una de ella, el arquitecto Pancho Guedes contruyó un laberinto circular que funciona como caja de resonancia.