Viajar nos permite conocer mundo y, aún mejor, conocernos a nosotros mismos. Esta es la crónica de un viaje fuera de los circuitos convencionales, un viaje al corazón del territorio jíbaro, en la frontera entre Perú y Ecuador. Llegar hasta Santa María de Nieva, provincia del Condorcanqui, es complicado, no hay tregua ni comodidad. Un largo recorrido cuya duración dependerá de las inclemencias del tiempo, del estado de las carreteras, de la inestabilidad política y de los muchos contratiempos que acercan a uno de los lugares más recónditos del planeta. En aquella ocasión fueron tres días en los que bailé en las calles de Chiriaco, bebí cerveza a escondidas (durante las elecciones en Perú el alcohol está prohibido, para que la gente vote en conciencia), padecí todo tipo de dolores musculares y lloré en la curva de la Esperanza de Bagua, donde varios jíbaros perdieron la vida luchando por su selva.
Mi padre visitó este territorio por primera vez en 1975. En aquellos años no sabía si acabaría siendo víctima de la tsantsa, la práctica que consiste en la reducción de cabeza, pero tampoco que ensancharían su corazón a fin de quedarse con su mayor parte. Lo único cierto es que desde entonces no dejó de visitar Santa María de Nieva como si los años no pasaran por él. Pese a que durante mucho tiempo se resistió a que lo acompañara por temor a que me pasara algo, había llegado el momento de conocer aquel mundo a su lado. Fue en junio de 2016.
Los pueblos indígenas aguarunas y huambisas forman parte de las comunidades xivar (de ahí viene el nombre de jíbaros), junto con los achuar y los shuar, tribus que tras la guerra de Perú quedaron al otro lado de la frontera amazónica, en el lado de Ecuador. Todo ellos conformaban un pueblo guerrero que defendió su hábitat incluso con la vida. Nadie a lo largo de la historia de la Amazonía consiguió conquistarlos. La selva era su vida. De ella dependían y a ella respetaban.
Ynos días comía arroz con piraña frita y otros arroz con cuys, una cobaya con salsa picante
Durante diez días conviví con ellos. Dormía en un pequeño hotel y el agua para la ducha venía directamente del río, de color marrón por ser tiempo de lluvias. Blindaba las rendijas de la puerta con una toalla para que no pudieran entrar los vampiros, esos diminutos murciélagos que durante las noches chupan la sangre de los mamíferos y provocan su muerte por rabia. Unos días comía arroz con piraña frita y otros arroz con cuys, una cobaya aderezada con salsa picante. El masato era el único trago con alcohol, yuca masticada por mujeres, escupida y dejada fermentar durante días.
Pasaba las mañanas navegando en chalupas y barcazas de madera. Anduve por la selva y conocí a José, el apu o líder espiritual cuya única preocupación era preservar la cultura jíbara. Por las tardes charlaba con Andumela, madre de 16 hijos, quien, vendiendo caldo de pollo, conseguía malamente que los diez que aún quedaban con vida, durmieran en una habitación mientras ella pernoctaba en la intemperie.
Jamás vi llover así. Sin embargo, en el lugar con más agua del planeta, la gente se muere de tifus y muy pocos tienen acceso al agua potable. La selva está siendo arrasada por gobiernos que aprueban concesiones para explotar el oro y cuyos procedimientos de extracción contaminan el río Marañón. Las petrolíferas y madereras tampoco dejan beneficios a los indígenas, que ven cómo sus recursos naturales cada vez son menores, y los animales autóctonos han desaparecido por la contaminación. “Luchamos para defendernos de todo aquel que nos agrede, pero nunca atacamos primero”, escuché decir muchas veces durante mi estancia.
La aventura emocional es la más grande de las aventuras, y las dos veces que crucé el Pongo de Manseriche, uno de los estrechos fluviales más peligrosos del mundo, bajo cuyas aguas se cuentan por cientos los ahogados, no tuve miedo a pesar de la gran crecida. Mi alma ya estaba calada de por vida por aquella gente que lucha por sobrevivir en su propio territorio. Viajar es la mejor manera de aprender y aquel viaje fue más que una gran enseñanza. Fue el viaje más impactante de mi vida.