Fue en el año 1623 cuando un joven Diego Velázquez fue nombrado pintor del rey Felipe IV con un sueldo de veinte ducados al mes. Una designación que, si bien le supuso dejar atrás su Sevilla natal, acabó por otorgarle la consagración definitiva: a partir de este momento el genio de la pintura barroca se erige en un gran referente del arte universal.
Consciente de tal alcance, no solo la capital andaluza se prepara para conmemorar los cuatrocientos años transcurridos desde este acontecimiento. También lo hace Madrid, la ciudad que fue determinante para el autor de Las Meninas: es aquí donde su pincelada de trazo libre y espontáneo obtiene la gloria eterna, primero al amparo del monarca y más tarde como pintor de cámara, el cargo más importante para los artistas de la época.
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EL SIGLO DE ORO
Emprender un paseo por el Madrid más castizo es descubrir a cada paso las huellas que Velázquez dejó esparcidas por la ciudad. Porque es en la villa y corte, a la que llegó requerido por el conde duque de Olivares, donde el pintor sevillano fija su residencia durante 37 años. Un tiempo que fue crucial para perfilar su vida y su obra. Eran los últimos años del Siglo de Oro, aquella época en la que ningún otro país europeo pudo hacer sombra a la extraordinaria eclosión artística que tuvo lugar en España en todas las disciplinas: en la literatura con Lope de Vega, Quevedo, Góngora o Calderón de la Barca; en la escultura con Berruguete o Juan de Mesa; en la arquitectura con Juan de Herrera; en la música con Juan del Encina o Antonio de Cabezón y, por supuesto, en la pintura con Murillo, Ribera y Zurbarán.
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Velázquez, que se instaló en la Casa del Tesoro (un edificio adjunto al Alcázar Real, situado aproximadamente en lo que hoy es la Puerta del Príncipe), quedó impresionado con la producción cultural de la capital, donde además pudo relacionarse con artistas de la talla de Rubens.
BUSTOS VARIOS
Seguir los pasos del pintor por la capital supone, tal vez, comenzar por la famosa estatua que preside la fachada principal del Museo del Prado. Una obra del escultor segoviano Aniceto Marinas, inaugurada en 1899, justo cuando se cumplieron 300 años del nacimiento del genio. Asentado sobre un pedestal (una postura ociosa que indignó a algunos de los críticos) y ataviado con la capa y la espada de la Orden de Santiago, es la viva imagen del artista: en ella aparece pintando (sus manos sostienen una paleta y un pincel) en concentrada actitud.
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No es la única escultura de Velázquez que encontramos por las calles madrileñas. Otra, muy sorprendente, descansa a la derecha de la entrada del Museo Arqueológico, y una más retrata al artista (esta vez pintando de pie) en la confluencia de Juan Bravo con la calle que lleva su nombre, lo cual es también un homenaje madrileño.
Pero hay que acercarse a la coqueta plaza de Ramales para descubrir una curiosidad. Es aquí donde antaño descansaba la iglesia de Juan Bautista, en la que se cree que se dio sepultura al fallecido cuerpo del pintor. Un templo que fue destruido por José Bonaparte, hermano de Napoleón, en su empeño por abrir grandes espacios en el enmarañado centro de la ciudad. Con ello, tristemente, desaparecieron sus restos. Y en su lugar se colocó una columna con la cruz de la Orden de Santiago para conservar su recuerdo.
UNA OBRA MAESTRA
La ruta por el Madrid de Velázquez ha de detenerse en el Palacio del Buen Retiro, en cuya decoración participó, y en la escultura ecuestre de Felipe IV que hoy vemos en el corazón de la Plaza de Oriente, entre el Palacio Real y el Teatro de la Ópera. Se trata de una estatua que es pionera en el mundo.
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Realizada por el escultor italiano Pietro Tacca, fue el propio pintor barroco quien le envió sus retratos para que le sirvieran como referencia. Nunca antes, en ningún rincón del planeta se había creado una obra escultórica en semejante postura del caballo, apoyado sobre las patas traseras. Un dilema que pudo resolverse gracias a la aportación de Galileo Galilei: el famoso astrónomo del Renacimiento encontró la solución con una fórmula de distribución del peso.
Y SUS CUADROS, CLARO
Pero nada como su legado para entender la trascendencia de Velázquez. Y para ello no hay lugar mejor que el propio Museo del Prado, donde descansan joyas tales como Las hilanderas, Los Borrachos, El triunfo de Baco… y, por supuesto, Las Meninas, el aclamado retrato de la familia de Felipe IV, considerado su obra maestra. En él puso su mayor empeño para lograr una composición creíble, pero cargada de significados ocultos.
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Menos famosas son otras localizaciones de sus lienzos en este recorrido artístico. Como la del Salón de los Espejos del Real Alcázar, donde el artista dejó cuatro de sus pinturas. O los dibujos que se guardan en la Biblioteca Nacional y en la Academia de Bellas Artes de San Fernando.
Y colorido, alegre y contemporáneo es el tributo que, anualmente, la capital rinde al genial artista a través de la iniciativa Meninas Madrid Gallery. Ya se sabe: durante unas semanas la ciudad se puebla con estas figuras de tamaño natural, enseñoreadas ellas en los rincones emblemáticos. Esculturas de casi dos metros, realizadas en fibra de vidrio y reinterpretadas en estilo contemporáneo por artistas plásticos, músicos, toreros, actores o diseñadores. Tal es el éxito de estas carismáticas muchachas, que hasta colas se forman a menudo para retratarse con ellas