Es muy probable que la espesa niebla oculte la borda, como se denomina a las construcciones de piedra de los pastores de la montaña. En una de ellas, Joxé Mari y Luis, hermanos y compañeros de oficio, conviven durante los meses más calurosos del año. Aquí arriba, donde la sierra de Aralar alcanza los 1200 metros de altura, el clima suele ser cambiante. Las nubes tan pronto vienen como se van. Es entonces cuando se descubren los extensos y verdes prados desnudos de árboles. Por aquí y por allá, algunas piedras dejan intuir restos de antiguas civilizaciones que un día se asentaron en la zona. De repente, vemos a las ovejas latxas, cuya deliciosa leche sirve para elaborar los premiados quesos Idiazábal. Junto a ellas, apacentándolas, los últimos pastores de Aralar.
Unas horas en compañía de quienes defienden un trabajo con más de 2000 años de historia son suficientes para hacerse una idea de la dureza de sus labores. Junto a la humilde choza y en un entorno rural sin igual, habrá tiempo para charlas, para comprobar la destreza en la preparación de quesos caseros y, por supuesto, para catar el exquisito producto. Después, tocará conducir a través de un bosque de hayedos con decenas de cuevas y senderos. A un lado, un cartel avisa de un desvío hacia el dolmen de Larrazpil, que es de los mejor conservados de Navarra.
Sin apenas darnos cuenta alcanzaremos el santuario de San Miguel de Aralar, joya del románico. Sorprende la solemnidad que se respira al traspasar los muros del templo, visitado a diario por peregrinos que quieren empaparse de espiritualidad y contemplar su mayor tesoro: un frontal de esmaltes del siglo XII. A un lado lucen las cadenas que, según la leyenda, llevaba Teodosio de Goñi como penitencia por haber asesinado a sus suegros, tras ser engañado por el diablo. Para librarse de ellas, tuvo que invocar a san Miguel y vencer al dragón de Aralar. Pasar tres veces por debajo, dicen, trae suerte.
Veinte kilómetros en descenso por la na-7510 llevan hasta Lekunberri, cuyo nombre significa ‘buen sitio nuevo’ por su situación transfronteriza, que le hizo sufrir ataques y reconstrucciones constantes. Enclavado en el centro del valle de Larraun, y a medio camino entre Pamplona y San Sebastián, desprende el encanto tradicional de los típicos caseríos navarros. No estará de más visitar la iglesia de San Juan Bautista, de los siglos XII y XIV, o los viejos lavaderos.
De su antigua estación de tren, hoy reconvertida en oficina de turismo, parte la Vía Verde del Plazaola, primitivo trazado ferroviario que unió la capital navarra con la capital guipuzcoana más de 50 años atravesando los montes del Pirineo. Existen 45 kilómetros acondicionados para ir a pie o en bicicleta por paisajes únicos salpicados de túneles y caminos. Con el discurrir del río Larraun como acompañante, algunos de ellos invitan a dejar la bici a un lado y explorar el entorno en busca de sorpresas, como la cascada de Ixkier. Apenas 30 minutos después se llega a Latasa, donde se podrán recobrar fuerzas en el antiguo almacén del tren, hoy transformado en Bitelgia, un encantador proyecto que combina servicio de alquiler y reparación de bicis, una coqueta taberna y una tienda de productos de kilómetro cero. Un rincón perfecto para escapar del mundo y desconectar.
No dejes de...
Visitar el museo de Peru Harru. El peculiar museo del navarro Iñaki Perurena, popular harrijasotzaile (levantador de piedras), es un homenaje a esa piedra que tantas alegrías le ha reportado a lo largo de su vida. Situado en el caserío donde se crio a las afueras de Leitza, el propio Perurena se encarga de guiar a los visitantes por verdes colinas plagadas de esculturas de todos los tamaños moldeadas por él mismo. El interior del caserío atesora una exposición sobre su vida y sus hazañas muy interesante.
Guía práctica
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