Podemos imaginar la costa mallorquina antes de que se erigiera la urbanización Cala d’Or. Así es gracias a que se conservan copias vírgenes en el Parque Natural de Mondragó, una ensenada con figura de trébol compuesta por una tríada de pequeñas playas. De Sa Font de n’Alis –conocida como Cala Mondragó, y también Caló d’en Garrot– podemos caminar entre pinos hasta la minúscula Caló d’es Burgit. O dar un bonito paseo de cinco minutos por la roca a la cala más recomendada, S’Amarador, más amplia, con dunas, escars (varaderos tradicionales) y uno de los dos humedales del espacio protegido.
Para ti que te gusta
Lee 8 contenidos al mes solo con registrarte
Navega de forma ilimitada con nuestra oferta
1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
Este contenido es solo para suscriptores.
CelebramosSuscríbete 1 año por 49€ 9,80€
TIENES ACCESO A 8 CONTENIDOS DE
Recuerda navegar siempre con tu sesión iniciada.
De Mondragó nos dirigimos a Santanyí, no sin antes subir al santuario de la Consolación para contemplar el municipio a vista de pájaro. Los edificios de la villa son reconocidos por la calidad de la piedra local, que facilita como ninguna otra la labra a manos del cantero. Tras ver la Porta Murada y deambular por la plaza Mayor, nos encontramos con la iglesia de Sant Andreu, con su capilla gótica del Roser, bastión del sistema defensivo y que hoy cobija el interesante museo parroquial. En el interior del templo, lo que más asombra es el órgano de 1765, obra maestra del mallorquín Jordi Bosch, cuya energía sonora queda de manifiesto en los recitales que se celebran en él. También es monumental el mueble de madera que lo adorna, de Albert Borguny, fraile dominico considerado el Gaudí del siglo XVIII. Y en el conjunto sacro se integra, además, el sombrío patio de la casa rectoral.
Del casco viejo saltamos al puerto de Cala Figuera, donde esperan dos calitas a cuál más coqueta. Si Caló d’en Busques guarda un muelle en el que arriban por la tarde varios barcos arrastreros, caminando por la hilera de barracas para llaüts –con sus proas y popas en punta–, y doblando la ría por las casetas que atesoran más sabor, nos internamos en la gemela de Caló d’en Boira, tentadora por sus vistas y las raciones que sirven en el Bon Bar. Para relajarse, nada como bajar a la cala Llombards, que aprovecha el tramo final de un torrente para formar una piscina rocosa de color verde con casas-varaderos. Se sitúa en medio de una hoya de arena blanca resguardada de los vientos y defendida por acantilados urbanizados disimuladamente.
Mención aparte merece el atractivo puerto de S’Almunia, por cuyos 120 empinados escalones transitaban en el siglo pasado contrabandistas cargados con sacos de café, tabaco o azúcar. Pasada la plataforma rocosa donde tomar el sol, aparecen pequeños varaderos de aguas transparentes y la Cova Foradada, el orificio por el que las olas irrumpen violentamente los días de marejada. Muy cerca, el Caló des Moro resulta tan bonito como diminuto, resguardado por pinos y encajonado entre cantiles. La ruta finaliza en el faro de Ses Salines, en el que hay que dejar el coche para alcanzar, en 20 minutos, la cala de Es Caragol; o, en sentido contrario, la idílica cala Marmols, a la que se accede tras una hora y media de camino sin grandes desniveles. Solo a pie, o en barco, se puede disfrutar de este edén.
No dejes de...
Fotografiar el arco de Es Pontàs. El hundimiento de una caverna kárstica generó este singular roquedo horadado, a tan solo 15 metros de la costa, que sigue siendo fuente de inspiración para muchos artistas. No faltan bañistas que lo circunden a bordo de hidropatines alquilados en Cala Santanyí, aunque para llegar al mirador que queda frente a él habrá que aparcar aquí y seguir cuatro minutos a pie por un camino señalizado.
Guía práctica
Guía práctica