No existe mejor carta de presentación para Marrakech que su popular plaza Jemaa El Fna, como tampoco hay mejor resumen. Porque en ese puñado de metros cuadrados –20.000, para ser exactos– se concentra toda la esencia de la vida, tradiciones y cultura marroquíes. Desde su fundación en el siglo XI, la que es Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, ha sido, y es, el punto de encuentro de civilizaciones. Una plaza que bulle de actividad a todas horas. Que hipnotiza, envuelve y atrapa. En ella hay que dejarse llevar por la melodía de la flauta de los encantadores de serpientes, por los aromas que desprenden sus puestos de comida. Disfrutar del espectáculo visual desde cualquiera de sus azoteas o palpar las pieles con las que se confeccionaron los bolsos y zapatillas que cuelgan de los puestos de artesanía.
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Arrancamos aquí una ruta diferente, única. Porque un mismo destino se puede descubrir de mil maneras diferentes, y esta vez le damos el protagonismo a ellos. Los sentidos nos harán de guía.
LA VISTA
Todo entra primero por los ojos. Y por ello, la primera percepción que se tiene nada más aterrizar en Marrakech es la de estar en una ciudad gobernada por un caos organizado donde todo pasa por algo. Los colores de sus murallas, rosadas y rojizas, que defienden una medina laberíntica como pocas plagada de pasadizos y callejuelas imposibles es lo primero que llama la atención. Un color que continuará siendo el dominante cuando se visiten grandes iconos monumentales de Marrakech, como las tumbas Saadíes o el Palacio El-Badi. Este enclave de deslumbrante pasado fue bautizado así, «el incomparable», por el sultán al-Mansour, porque probablemente en el siglo XVI desbordaba riqueza y esplendor. Hoy, tras siglos de saqueos y otras vicisitudes, son sus paredes desnudas las que permanecen.
Pero no solo de los tonos terrosos vive Marrakech, ya se encargó Yves Saint Laurent de dar su toque especial a la ciudad. Solo hace falta cruzar la puerta de entrada a su apreciado Jardín Majorelle, la que fue la vivienda del artista primero, y tras siglos de abandono, adquirida por el diseñador, para que el azul añil se apodere de todo. Así se pintaron las paredes de la fachada de la casa, que hoy acoge el Museo de Arte Islámico y que contrasta con otros tonos también muy presentes, los del verdor intenso de las más de 300 especies de plantas que adornan el terreno.
Una última parada será en la zona de la medina donde los tintoreros aseguran el espectáculo. Ocultos en la maraña de estrechas vías se hallan los espacios donde, en grandes contenedores de agua sobre el fuego, se afanan en teñir manualmente las telas con las que después se fabricarán la infinidad de prendas y accesorios que se venden en las tiendas de la ciudad. Un trabajo duro, que requiere de un esfuerzo y una destreza infinitos, y que añade vida y color al corazón de Marrakech, pues para secarlas, las telas y pieles se suelen tender en las mismas calles de la medina. Todo un festival para los sentidos.
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EL GUSTO
No hace falta más que pensar en los sabores que definen la ciudad marroquí para que la boca se haga agua. ¿Cómo no caer rendidos ante un pincho de cordero a la brasa de cualquier puesto de Jemaa El Fna? ¿O a un zumo de naranja recién exprimido a primera hora, en el mismo enclave? Una sopa de harira, unos caracoles en salsa…, la mítica plaza concentra la cocina de raíz de todo un país, ¿qué más se puede pedir? Pero la lista de delicias gastronómicas en Marruecos es tan larga que podríamos pasar tanto tiempo como quisiéramos simplemente catando opciones. Es, no hay duda, un lugar que sabe cómo conquistar por el estómago.
Hay que apostar por su cuscús, elaborado especialmente los viernes. También por el tajine o la maakouda, ambas recetas tradicionales. Para catarlos sin tener que pasar por Jemaa El Fna, existen multitud de restaurantes con propuestas absolutamente deliciosas. Le Jardin (lejardinmarrakech.com) es uno de ellos. A pocos pasos de la plaza, en la terraza interior de un elegante riad del 1960, se halla este restaurante rodeado de plantas y árboles en el que el piar de los pájaros acompaña desde el primer instante. Un oasis culinario que nada tiene que envidiar a Nomad (nomadmarrakech.com), el proyecto de Kamal Laftimi –también propietario de Le Jardín– y Sebastian de Gzell que ocupa una antigua tienda de alfombras y desde cuya azotea se obtiene una de las mejores panorámicas. Su tartar de sardina o sus calamares de Agadir con salsa de harissa demuestran que una cocina marroquí moderna, es posible.
¿Por último? El sabor inequívoco del país norafricano: el té a la menta que hay que tomar, sí o sí, a cualquier hora. Y ojo, porque si es desde la azotea de cualquier negocio de los que rodea Jemaa El Fna, mejor que mejor.
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EL TACTO
Frotemos una de las teteras que las tiendas de souvenirs lucen en sus estanterías, quién sabe, quizás un genio venga a concedernos algún deseo. Embadurnémonos la piel de aceite de argán, ese preciado tesoro marroquí que la dotará de una suavidad única –es más, ¿por qué no echar algún frasco a la maleta?–. O mejor aún, palpemos, por ejemplo, las paredes de la madrasa de Alí ibn Yusuf, cuyo artesonado y celosías, elaboradas siglos atrás a mano por artesanos locales, son una verdadera obra de arte. Este precioso centro de estudios coránicos fue fundado en el siglo XIV y llegó a ser el mayor de toda África, alojó hasta a 900 estudiantes en sus dependencias. Sus paredes, en las que hay plasmadas frases del Corán, regalan una estampa incomparable.
Aunque, para incomparables, el tacto de las sábanas de uno de los considerados mejores hoteles del mundo. Porque sí: también se halla en Marrakech, y también es parte de su esencia. Dormir envueltos por las que visten las camas de La Mamounia (mamounia.com), de 100% algodón de raso de 300 hilos, de la marca parisina Porthault, es toda una experiencia. Como también lo es descubrir sus estancias, todas ellas evocadoras y parte del todo que es el resplandeciente palacio anexo a las murallas medievales de la ciudad. Un perfecto oasis entre exuberantes jardines.
EL OÍDO
Pocas maneras más sorprendentes de despertarse que con la llamada a la oración del almuedín aún en la madrugada. Al abrir los ojos se sentirá cierta desorientación, pero poco tardará uno en ubicarse. Es esa, quizás, la verdadera banda sonora de Marrakech –y de toda ciudad musulmana que se precie–, porque cinco veces al día, de los minaretes de cada una de las mezquitas saldrá el canto que invita a iniciar esa íntima rutina.
También definen a Marrakech las herramientas del gremio de los herreros al golpear las piezas sobre el yunque. En la medina, cómo no, hay toda una zona dedicada a ellos. Pasear por sus estrechas calles es seguir el ritmo constante de su trabajo. De las radios de algunos comercios, quizás, saldrá la melodía de alguna canción de letra ininteligible pero evidentemente exótica. También está la otra llamada, la de los tenderos de las tiendas que invitan a entrar a mirar el género. Será imposible evitarlas.
La flauta de los encantadores de serpientes, el jaleo y el bullicio de Jemaa El Fna, con las risas y las conversaciones y los gritos todos a una. La música que surge de las carcabas –instrumento marroquí parecido a castañuelas, pero metálicas– y los laúdes, las palmas al cantar canciones tradicionales. A todo esto, y a mucho más, suena Marrakech.
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EL OLFATO
Quizás una ramita de menta ayude, pues el olor de las curtidurías puede llegar a ser bastante desagradable. Pero es el precio a pagar por ser testigo de un oficio que continúa desarrollándose como ya hacía siglos atrás. Inmersos hasta las rodillas en las pequeñas pozas donde se trata la piel a base de agua, excrementos de palomas y otros «ingredientes», los curtidores hacen frente al hedor día a día para lograr ablandarla, volverla más suave y conseguir que encuentre la textura idónea para manejarla, teñirla, y transformarla en bolsos, cinturones, babuchas o lo que se tercie.
Una manera estupenda de dejar atrás el recuerdo olfativo será con la gastronomía. Ya sea en un puesto callejero o en un restaurante de mesa y mantel, eso nunca falla. Y si es acompañada de un té a la menta, mejor que mejor. Una alternativa será, por qué no, aprovechar para hacer una incursión en las tiendas de perfumes repartidas por la medina. ¿Una esencia de agua de rosas con la que despistar a la pituitaria? Quizás, mucho mejor, sea ir en busca de especias. ¿Y a qué huele Marruecos? Pues a comino, sí, pero también a cúrcuma, a azafrán o a canela. Habrá que dejarse agasajar por el anfitrión de turno, abrir los botes, inspirar profundo y llevarse un pedacito de Marrakech a casa.