Después de nadar miles de kilómetros, las ballenas azules, jorobadas y rorcuales regresan cada primavera a la costa oeste de Canadá, a unos 250 kilómetros al norte de Quebec, atraídas por la abundancia de alimento. Aquí tienen su gran despensa de pescado, plancton y krill y permanecen unos seis meses para después migrar a las cálidas aguas del Caribe.
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Contemplar a estos colosos del mar desde la orilla, o hacerlo más cerca a bordo de barcas, veleros o zódiacs, es la experiencia favorita de quienes viajan a esta parte del mundo para fundirse con la naturaleza. Porque además de los cetáceos, a lo largo del recortado litoral del Parque Nacional Marino Saguenay-Saint Laurent, no solo encontramos fiordos, montañas y acantilados, también deliciosos pueblos a los pies del estuario más grande del mundo.
Antes de partir en su busca, conviene dedicar un par de días a Quebec, para perderse por la Ciudad Vieja, un conjunto del siglo xviii declarado Patrimonio Mundial. Y hay que hacerlo tanto por las recoletas plazas de su parte baja, un laberinto de ladrillo rojo y piedra desnuda, como por las grandes explanadas de su parte alta, con excelentes museos y restaurantes. Entre ellas, la del famoso paseo panorámico que se extiende bajo Le Château Frontenac, el hotel más fotografiado. En el recorrido no debemos olvidarnos de las calles San Luis y San Juan, cuyos sofisticados comercios se mimetizan con la arquitectura histórica, y el pequeño callejón Du Trésor, animado por puestos de artistas y anticuarios.
El viaje avanza rumbo al norte siguiendo el curso del río San Lorenzo, que en su tramo final se ensancha hasta 25 kilómetros antes de derramarse en el Atlántico. Así se forma el estuario, compuesto ya por las aguas saladas del océano, que, a la altura de la ciudad de Tadoussac, recibe también el caudal del río Saguenay. En este punto encontramos el fiordo más meridional del hemisferio norte, donde un cañón abre un surco flanqueado por acantilados de hasta 500 metros de altura.
También es en este punto donde se reúnen las ballenas para darse su merecido festín. Hasta 13 especies diferentes, entre las que destacan, por su tamaño, la ballena azul, y por su extrañeza, la beluga (suele vivir en aguas más frías del Ártico). Varias compañías navieras salen del muelle de Tadoussac para hacer circuitos a bordo de distintas embarcaciones, desde zódiacs hasta el Grand Fleuve, con capacidad para 600 pasajeros. Los más aventureros podrán optar por hacer la expedición en kayak.
Tras la emoción de ver a estos mamíferos marinos regalar sus saltos y piruetas, queda recorrer la carretera de las ballenas (la célebre 138), que arranca en este lugar, para extenderse por la orilla norte del estuario a lo largo de casi 900 kilómetros. Descubriremos entonces el rostro más natural de la región, con parajes tan hermosos como el lago St Jean, que ofrece más de 200 rutas para hacer en bicicleta, y pintorescas poblaciones como Val-Jalbert, L’Anse-de-Roche o Sainte Rose du Nord, que son auténticos museos al aire libre .
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Hacer la ruta de los Faros. Junto a las ballenas, otro de los elementos que definen la identidad de Quebec son los faros, ubicados en lugares de extraordinaria belleza. Solo en la península de la Gaspésie, al norte de la ciudad, se cuentan unos 45, que pueden descubrirse por la carretera 132 a lo largo del río San Lorenzo (routedesphares.qc.ca). Muchos de ellos se han transformado en hoteles, como el de Pointe-des-Monts, que alberga además un museo. En la imagen, el de Cap-des-Rosiers, el más alto de Canadá.
Guía práctica
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