Si bien es verdad que, al hablar de la Península Ibérica, raro es el pueblo o ciudad que no tiene una gran historia detrás, las cosas como son, algunas de ellas resultan más impactantes y atractivas que otras. Bien: pues si del sur de Portugal se trata, Lagos se lleva la palma.
Así que así precisamente vamos a arrancar nuestra particular ruta: conociendo todo aquello que aconteció en el pasado en uno de los pueblos más populares del sur portugués. Porque Lagos, además de invitar a perderse por sus retorcidas callejuelas adoquinadas, de tentarnos a subir y bajar sus cuestas para regalarnos los más hermosos rincones, y de seducirnos con refrescarnos en sus calas de postal, también tiene mucho que contarnos. Y para empaparnos de ese pasado, nada como adentrarnos en su corazón.
El Algarve en un puñado de secretos
Viajemos en el tiempo
Explicar lo ocurrido en los pasados siglos por estos lares bien nos daría para escribir todo un libro, pero nos toca resumir. Así que te contamos que Lagos, gracias a su increíble localización, a dos pasos del norte de África y siendo una de las últimas paradas en Europa antes de alcanzar las Américas, se convirtió en el puerto desde el que zarparon muchas de las expediciones de la afamada Era de los Descubrimientos.
Sin embargo, antes ya se habían fijado en ella fenicios y griegos, que montaron un puesto comercial en su puerto. Tras convertirse en la Lacobriga romana, fue reconquistada por Alfonso III y, ya en el siglo XV, en sus astilleros se construyeron los buques que navegaron por primera vez de la mano de Gil Eanes más allá del cabo Bojador, en África occidental, para regresar cargados de marfil, oro… y esclavos. Porque sí: Lagos fue, tristemente, el lugar donde se construyó el primer edificio destinado a la venta de esclavos negros procedentes de África. Ocurrió en 1444.
Así, la ciudad —y todo el país— vivió una gran época de esplendor hasta que en 1755 el terremoto de Lisboa lo arrasó todo. Aún así, no dudaron los portugueses en volver a levantar con el mismo ímpetu todos aquellos edificios que eran signo de su gloria. Los mercaderes venecianos e ingleses, que tenían Lagos como base para su comercio con el norte de Europa, alzaron una vez más sus palacios al cielo, algunos de los que aún hoy se pueden contemplar. También la rúa 25 de Abril volvió a llenarse de vida: en ella se comerciaba con todo producto exótico llegado de tierras lejanas, desde especias a telas, pasando por oro y ébano.
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Perderse entre iglesias y antiguas murallas
Está claro que muy lejos quedaron aquellos años de esplendor, aunque el éxito de Lagos continúa vigente aún hoy día. Eso sí, por otras razones. ¿Entre ellas? El turismo, que cae rendido a las suaves temperaturas y a sus 300 días de sol al año, además de a las apacibles playas que la rodean.
Pero antes de remojarnos los pies, nuestro agradable paseo por las entrañas de la localidad debe pasar, por ejemplo, por la iglesia de Santo António, donde el barroco alcanza su máxima expresión. Hay que fijarse en sus tallas doradas de los siglos XVIII y XIX, en sus curiosos querubines y en sus paneles de azulejos, incluidos en la construcción tras el terremoto de Lisboa. ¿Una curiosidad? La imagen del santo que le da nombre tiene el rango de teniente-general, un honor que obtuvo cuando la iglesia sirvió como capilla al Regimiento de Infantería. Dicen, y no es de extrañar, que se trata de una de las iglesias más bellas de Portugal.
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Desde la Ruga General Alberto da Silveira lo mejor es empezar a adentrarse en el casco antiguo de Lagos dejándose llevar por la intuición. A solo unos pasos, el histórico palacio porticado que un día fue testigo de la horrible trata de esclavos, acoge hoy el Núcleo Museológico Mercado do Escravos, un centro cultural que es además mercado de artesanía. Cerca, también se alza el Castelo dos Governadores, construido por los árabes y utilizado a posteriori como sede del gobierno militar, algunos tramos de antiguas murallas reconstruidas y el Fuerte de Ponta de Bandeira, que protegía a la ciudad de ataques de corsarios. Las panorámicas de Lagos que se disfrutan desde ambos, bien hacen que merezca la pena la visita.
Directos al corazón
Nos adentramos en el alma de la localidad algarvía y enseguida somos conscientes de que la vida fluye en sus calles: muchas de ella se hallan plagadas de bares y restaurantes enfocados al turismo. Por aquí y por allá, agradables terrazas donde parar a tomar, si se tercia, un refrigerio. También tiendas de recuerdos y de productos made in Portugal. De repente, tras alguna esquina, algún que otro mural reclama la imagen del Lagos más moderno: la ciudad vive una intensa escena de arte urbano respaldada en la mayoría de los casos por LAC, el Laboratório de Actividades Criativas (lac.org), una asociación cultural que ofrece puntualmente visitas guiadas con el street art como base.
Nos fijamos en las fachadas de las casas, colmadas de esos azulejos tan auténticamente portugueses. También en sus puertas y ventanas, decorados con canterías, y en los forjados de sus balcones. De vez en cuando, algún patio se deja intuir tras una cancela. Y así, sin apenas darnos cuenta, alcanzamos una de las plazas más pintorescas de la ciudad. La Praça Luís de Cãmoes no es singular únicamente por sus preciosos mosaicos o por las jacarandas que gobiernan su espacio, también llama la atención por el peculiar edificio en esquina que, cubierto de azulejos en verde botella, protagoniza infinitas fotografías de la ciudad. No hay visitante que no pare unos segundos ante él para inmortalizar su belleza.
A apenas dos minutos a pie, dejando a un lado la Praça Gil Eannes con su escultura del rey Sebastião, se alcanza la rua dos Ferreiros: nuestra última parada en la ciudad. Y lo hacemos con un propósito muy claro: deleitarnos con la cocina tradicional algarvía más auténtica del restaurante A Forja. De ambiente y gestión familiar, su pequeño comedor es un continuo ir y venir de locales y turistas dispuestos a darse un merecido festín. Y este será a base de clásicos culinarios como las almejas al vino —y bien de cilantro—, los chipirones plancha —y, claro, bien de cilantro—, la cataplana de pescado —exacto: con cilantro— o las sardinhas grelhadas. Todo regado con una jarrita de vino blanco de la casa y con los famosos entrantes —esto es, quesos de la zona y paté de sardinas— para arrancar.
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De playa en cala por la costa algarvía
De paraísos playeros está el sur de Portugal repleto. Pero resulta que, suertudos nosotros, algunas de sus calas más aclamadas se hallan precisamente aquí, en Lagos.
Así que nos montamos en el coche y nos ponemos en marcha en dirección al mirador de los miradores: Ponta da Piedade es nuestro lugar. Un fascinante monumento natural que, muy a pesar de estar constantemente azotado por los vientos, merece la visita por las espectaculares vistas a los acantilados de la zona. Rocas de arenisca erosionadas por el viento y el mar a lo largo de los siglos han esculpido con su ímpetu formas imposibles en ellas. Arcadas que quitan la respiración sostenidas sobre el mar, pilares que se alzan al cielo jugando a ser equilibristas… y un faro dominando el paisaje.
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Disfrutar de las vistas es posible desde arriba, claro, pero también bajando por las pasarelas de madera habilitadas o atreviéndonos a caminar por los diferentes senderos que de la zona más alta parten. Si se quiere vivir una experiencia más interesante, desde Lagos parten durante todo el día barcos turísticos que hace rutas de 90 minutos entre las rocas, incluso acercándose a algunas de las grutas formadas bajo los acantilados. Para los más atrevidos, nada como cambiar el barco por el kayak, y descubrirlas a golpe de pala por las prístinas aguas del Atlántico.
Finalmente, y como premio al esfuerzo, tocará hacer una incursión a cualquiera de las calas vecinas, toalla y bañador bajo el brazo. La Praia Do Camilo, pequeñita, es uno de esos place to be en los que ver y ser vistos. A Dona Ana, considerada una de las más bellas del Algarve por sus aguas cristalinas y doradas arenas, hay que llegar temprano si se quiere encontrar hueco. Incluir un tubo y unas gafas de esnórquel en el bolso, por cierto, jamás estará de más: los fondos marinos en la zona son espectaculares.
Una última opción, para quienes prefieran los espacios más amplios, es la popular Meia Praia: una vasta extensión de 4,5 kilómetros de arena situada al este de la ciudad y con todo tipo de facilidades: desde chiringuitos a restaurantes, pasando por negocios de alquiler de tablas y cursos de esquí acuático.
Porque no hay mejor manera de despedirse del Algarve, que con un buen chapuzón.