El nombre de Esparta todavía resuena con el eco de las grandes epopeyas de la Antigüedad. Y, aunque se sepa que quedan pocos restos de su pasada grandeza, hay que subir a la Acrópolis casi como en una peregrinación. Los vestigios griegos, pero también de época romana y bizantina, están entre olivos en lo alto de una colina, rodeados por la ciudad moderna. Desde ahí arriba se ve el monte Taigeto, de resonancias míticas, dominando el horizonte. En las estribaciones escarpadas se distingue el castillo de Mistrá, primer destino de esta ruta.
Mistrá fue fundada en el siglo XIII por los cruzados que dominaron en ese tiempo esta península. Pero el Imperio bizantino recuperó pronto el lugar y lo convirtió en la Florencia de Oriente. Adentrarse ahora en esta ciudad amurallada es un viaje a un esplendor olvidado. Por todas partes vemos iglesias y ermitas. Los monasterios eran los focos de la cultura en su tiempo y los edificios más interesantes en la actualidad. El de Vrontochion aparece medio escondido al final de una senda. El de Pantanassa sigue teniendo una comunidad de monjas. Y en una zona boscosa, encastrado en una inmensa roca, el monasterio de Peribleptos guarda el mayor tesoro de Mistrá, los frescos que cubren sus muros interiores y cúpulas, una joya del arte bizantino.
El camino en busca del Peloponeso medieval tiene otra etapa esencial en Monemvasía, pero en la ruta un pequeño desvío conduce al pueblo de Geraki, colgado de la montaña. A poca distancia, en la cima, una ciudadela arruinada nos acerca de nuevo a la época de los cruzados. Y cerca del castillo aparecen desperdigadas varias ermitas con pinturas.
Monemvasía se encuentra en un islote unido al continente por un mínimo istmo. Al llegar no se ve la población, solo una inmensa mole rocosa que la esconde. Cuando la ciudad se fundó en el siglo vi, sus habitantes vivían en la parte superior del promontorio, en una especie de fortaleza natural; cuando se convirtió en el principal puerto de Mistrá, la población se trasladó al borde del mar y se protegió con una sólida muralla. Ahora, al atravesar el portalón de la entrada, se recorre la calle principal flanqueada por recias casonas hasta la plaza central. A partir de ahí todo son callejones en cuesta y pasadizos. Uno de ellos conduce a la puerta sur, abierta directamente al mar. Un camino empinado permite trepar a la iglesia de Santa Sofía, al borde del precipicio.
La ruta conduce, a través de Gitión, hacia Mani, la península central de las tres que surgen al sur del Peloponeso. La carretera lleva de manera natural a Areopoli, donde es una delicia explorar sus iglesias con pinturas murales. El destino en Mani es Kardamili, cuyo castillo de los Mourtzinos es tan diminuto como encantador. Atravesar la muralla vuelve a ser otra inmersión en la Edad Media. Allí abajo brilla el eterno Mediterráneo.
No dejes de...
Explorar la Mani profunda. Así se conoce a la mitad meridional de esta península. Aquí las aldeas son más pequeñas y la vegetación disminuye en dirección al sur. Una característica de estos pueblos son las casas fortificadas, y el mejor conjunto es el de Vathia, sobre un espolón rocoso. De camino al cabo Matapán, un lugar especial donde los antiguos situaban una de las entradas al infierno, hay playas diminutas al fondo de profundas ensenadas.
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