Dicen que es el lugar donde se llega para huir de algo que no se sabe bien qué es. O para buscar la inspiración perdida. O para encontrarse con uno mismo. Tabarca, la única isla habitada de la Comunidad Valenciana, tiene ese aire de lugar remoto a pesar de que unas pocas millas de Mediterráneo la separan de tierra firme: tan sólo unos veinte minutos de navegación desde Santa Pola y menos de una hora desde Alicante capital.
Los meses de verano, bien es verdad, rebosa de movimiento. Porque constantemente atracan las golondrinas (así es como se llama al servicio de ferry), cargadas de excursionistas que vienen a descubrir las virtudes de un territorio que, fuera de temporada, apenas alberga unas 60 almas. Pero ni la actividad marítima ni el trasiego perpetuo de estos días logran empañar su condición de refugio perfecto.
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HISTORIAS REMOTAS
Tabarca es una isla pequeña y plana. Tan pequeña como para tener sólo dos kilómetros de largo y unos escasos cuatrocientos metros en su parte más ancha. Y tan plana como para que este rasgo le diera nombre en tiempos de la Antigüedad: Planesia la llamaban los griegos y Planaria los romanos.
En esta minúscula superficie, en esta extraña geografía, la playa y el puerto conforman un istmo. A un lado queda el campo, bordeado por pequeñas calas cubiertas siempre de algas. Al otro se erige el pueblo, que no es más que un puñado de casas mordidas por el salitre. En ambos se esconde la memoria de miles de episodios. Como cuando los piratas berberiscos establecieron aquí su base en los siglos XV y XVI. O como cuando Carlos III se trajo a unas cuantas familias procedentes de la otra Tabarka, que era una isla de Túnez.
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FONDOS DESLUMBRANTES
Hoy a nuestra Tabarca alicantina se viene sobre todo a disfrutar de las playas: la más grande, sembrada de sombrillas, o las otras, diminutas, que se abren paso entre las rocas. Y es que en el mar se esconde el mayor de sus secretos. Toda la isla es una reserva marina, la primera que se declaró en España, y sus fondos están alfombrados de praderas de posidonia que confieren a las aguas una tonalidad esmeralda.
Los buceadores (bien con botella o bien con aleta y tubo) encuentran en las profundidades un edén que centellea en forma de peces, estrellas y crustáceos, con variedades tan variopintas como el mero, el dentón, la dorada, el pargo, la langosta y el erizo. Ello por no hablar de los temidos tiburones del pasado, cuya presencia (hoy por suerte extinguida) recuerdan los lugareños con cierto tono de nostalgia.
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DEGUSTAR UN RICO CALDERO
Pero también a Tabarca se viene a comer muy rico, que para eso los restaurantes se amontonan en el filo del mar con el fin de competir en la oferta del plato más típico: el famoso caldero de la isla, un guiso de pescado de roca, acompañado de arroz a banda.
Restaurantes como Mar Azul (marazultabarca.com), Don Jerónimo (Virgen del Carmen, 1) o Casa Gloria (Nueva Calle Bernardo Ruso, 19) lo sirven con vistas al mar, aunque hay quien prefiere el Hostal Masín (hostalmasintabarca.com) para comerlo delicioso. Un lugar que constituye, además, uno de los escasos alojamientos de esta isla a la que no se viene a dormir. Para los pocos que se animan, otra recomendable opción es el hotel-boutique Isla Tabarca (hotelislatabarca.com), emplazado en la que fuera en su día la casa del gobernador.
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LUZ DIVINA
Poco más (y poco menos) se puede hacer en Tabarca que explorar sus rincones perdidos, tal vez mejor cuando zarpan los ferrys y la isla recupera de pronto su distancia con el mundo. Es el momento de dejarse llevar por las tres únicas calles del pueblo que, muy rectas, apuntan hasta donde el atardecer tiñe de rojo el horizonte. Y también de aspirar la esencia marinera que desprende este lugar, en el que los pescadores reparan sus redes a la sombra de los muros de cal o a los pies de la iglesia de San Pedro.
Aunque no faltan algunas tabernas donde refrescarse con un trago, no hay que perder la ocasión de conocer los hitos del lugar. Como la vieja muralla que se conserva abierta por tres puertas o el torreón de San José que, en otros tiempos, ejerció como prisión. Muy cerca también pervive el viejo faro, uno de los más bellos de la provincia, que en sus dos plantas cuadradas de estilo romántico alberga un laboratorio biológico. Aquí, a este tramo de tierra cobriza, es a donde se llega a contemplar la luna llena. A contagiarse de la magia que desprende cuando, con su brillo de plata, ilumina los islotes vecinos de La Naveta y la Nao.