Hay lugares en los que la belleza puede llegar a ser abrumadora, donde el síndrome de Stendhal se abalanza sobre sus visitantes sin control. Podría decirse que algo así ocurre cuando se ponen los pies por primera vez en Sidi Bou Said, uno de esos pueblos que parecen hechos a propósito para el deleite visual. De repente, es como si nada más existiera.
Situado muy cerca de la legendaria Cartago, a apenas 25 minutos de Túnez capital, este oasis de enrevesadas callejuelas, en las que las buganvillas se aferran a las blancas paredes y los gatos son los reyes del lugar, invita al paseo sin rumbo definido, dejando que el instinto haga de guía, perdiéndose a propósito para encontrarse de nuevo y descubrir, donde menos se espera, rincones deslumbrantes.
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Si buceamos en los motivos por los que esta coqueta localidad tunecina ha alcanzado la fama actual, el viaje nos lleva hasta 1912. Fue entonces cuando el barón británico Rudolf D´Erlanger arribó hasta ella y cayó rendido a sus bondades. Se asentó entonces junto a su mujer decidido a desarrollar su faceta artística y comenzó a pintar. A la vez, inició la construcción de una hermosa residencia a la que se mudó a vivir y se lanzó a restaurar antiguas casas medio derruidas del casco antiguo.
Fue él el que acabó imponiendo, por ley, que las fachadas de Sidi Bou Said tan solo pudieran estar pintadas de blanco y sus ventanas y puertas, de azul. Algo que comenzó a atraer cada vez más a la alta sociedad tunecina, que poco a poco fue construyendo también sus segundas residencias en ella. De repente, Sidi Bou Said estaba de moda. Una moda que nunca llegó a pasar.
UN TÉ A LA MENTA CON PIÑONES
Para saber cuál debe ser el punto de partida para explorar un destino en el que todo llama la atención, lo mejor será elegir cualquier café local en el que deleitarnos con un té a la menta con piñones. Porque nada como mimetizarse con el entorno, con pasar a formar parte de sus propias tradiciones, para sentir un poquito más de cerca el alma del lugar.
Una buena opción puede ser Café des Delices (rue Sidi Chabaane), con sus diminutas terrazas desparramadas ladera abajo y repletas de sillas y mesas con extraordinarias vistas al golfo de Túnez y al puerto, lo que hace que todo, absolutamente todo, sepa mejor. Café des Nattes (rue Hedi Zarrouk), otro clásico de la localidad, tampoco es mala idea; por aquí pasaron antes que nosotros grandes personajes como Paul Klee, André Gide o el mismísimo Simone de Beauvoir, ¡y por algo sería!
Con el mejor sabor de boca tocará poner rumbo al Centro de las Músicas Árabes y Mediterráneas, que ocupa la antigua residencia de Rudolf D´Erlanger, en la rue du 2-Mars. Antes, repararemos en las trabajadas puertas que Sidi Bou Said nos regala a nuestro paso, pues la mayor parte cuenta con hermosos detalles decorativos realizados a partir de clavos incrustados en la madera, muy típicos del arte árabe-andalusí. A esa belleza se unen las rejas de muchas de las ventanas, llamadas kharrajs, que también presentan formas y dibujos de lo más atractivos. Por otro lado, las ventanas-miradores desde las que las mujeres antiguamente podían ojear el exterior sin ser vistas son conocidas como masharabiyas.
Ya en el Centro de las Músicas Árabes y Mediterráneas, lo que encontramos es un esplendoroso palacio construido entre 1912 y 1922. En el interior, numerosas salas repartidas en dos plantas en las que no se escatimó en belleza: artesonados de madera labrados, columnas de mármol de diferentes colores, muebles con incrustaciones de nácar, patios embaucadores, todo un festival visual. El recorrido por su interior pasa por el que fue el dormitorio del barón y su esposa, el salón de honor, el comedor, la sala de fumadores o el hamman. Además de admirar la asombrosa colección de instrumentos musicales tradicionales del Mediterráneo expuesta en una de sus habitaciones, también habrá que dedicarle un buen ratito a sus jardines.
ARTE Y MÁS ARTE
Que Sidi Bou Said ha servido de inspiración a un número incalculable de artistas es un hecho, y solo hay que reparar en las numerosas galerías de arte que encontraremos para ser conscientes de ello, como Selma Feriani Gallery (selmaferiani.com), Le Violon Bleu (leviolonbleougallery.com) o Ghaya Gallery, entre muchas otras. Junto a ellas, existen incontables tiendas de recuerdos cuyo objetivo es hacer felices a los turistas que, especialmente en los meses de verano, recorren sus calles. ¿Qué podemos comprar? Objetos de madera, lienzos con estampas locales y, por supuesto, cerámica local.
Al comienzo de la calle peatonal más comercial, Dar El Annabi es una magnífica casa del siglo XVIII ejemplo de la arquitectura árabe-musulmán más exquisita. Fue la antigua residencia estival de Mohammed al Annabi, y la visita a su interior permite recorrer sus diferentes salones repletos de detalles y elementos decorativos de todo tipo. Para rematar la experiencia, nada como subir a su azotea y contemplar las increíbles vistas al golfo que ofrece. ¿Lo mejor? Que además invitan a un té.
Si queremos descubrir uno de los rincones más encantadores del pueblo, lo haremos subiendo a la zona más alta, allí donde las estrechas callejuelas vuelven a ser accesibles a los coches, cuyos conductores se las arreglan para tirar de pericia y moverse por ellas. En lo más alto se sitúa el bonito cementerio marino de Sidi Bou Said, una estampa espectacular. Y a solo unos pasos de él, el faro de la localidad.
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DORMIR Y COMER, ¿DÓNDE HACERLO?
Aunque es posible visitar la popular localidad en una excursión de un día desde la capital tunecina, lo ideal es reservar en alguno de sus encantadores hoteles y animarse a pasar la noche. Cuando el sol cae y los grupos de turistas desaparecen, Sidi Bou Said se transforma en un enclave de lo más especial.
Y para que la experiencia se torne única nada como alojarse en el deslumbrante Hotel Dar Saïd (rue Hedi Zarrouk), que ocupa una esplendorosa casa burguesa del mediados del siglo XIX en la que se aúnan elegancia y lujo, intimidad y tradición. Sus 24 habitaciones se reparten entre sus diversos patios repletos fuentes y árboles de cítricos, paredes alicatadas por cerámicas maravillosas y el silencio más absoluto. Mullidas camas en las que dormir como marqueses, pequeños detalles -ya sean las amenities de primera o algún dulce típico a modo de bienvenida-, y una piscina con vistas al golfo de Túnez junto a las que deleitarnos con el desayuno más completo.
Por otro lado, la gastronomía local más selecta la sirven en Dar Zarrouk, un restaurante con amplias cristaleras asomadas al Mediterráneo. En el plato, recetas autóctonas con presentaciones modernas entre las que no faltan el pescado fresco, el cordero y los cítricos. Para acabar, un té a la menta acompañado de pastas tunecinas. Una manera muy agradable para despedir un destino con el mejor sabor de boca.