Extendida sobre la ladera de la montaña, Valverde es la única capital canaria que no se encuentra al borde del mar. Es una ciudad pequeña, con comercios de toda la vida y un aire tranquilo en la que es muy fácil sentirse a gusto. A casi 600 metros de altitud, no es raro que aparezca cubierta por la niebla que se agarra, a jirones, a sus casas blancas o a la torre de la iglesia de la Concepción. Valverde es un buen comienzo de la ruta que conduce a los extremos meridional y occidental del territorio nacional, pero en el camino conviene tomar varios desvíos, ya que la isla está llena de lugares atractivos e insólitos. No en vano la Unesco la ha incluido tanto en la lista de Reservas de la Biosfera como de Geoparques.
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El itinerario empieza con la búsqueda del árbol de Garoé. Hacerlo es sumergirse en la historia y la mitología de los bimbaches, los primeros pobladores de El Hierro.
Se cuenta que, hace siglos, el agua potable se obtenía de la lluvia horizontal, la que se crea cuando sopla el alisio. El viento trae una niebla que se pega a la montaña, se enreda en las copas de los árboles y la humedad que se condensa se recogía entonces en aljibes. La historia cuenta las dificultades de los conquistadores castellanos para instalarse en esta isla sin agua y la leyenda relata que Guarazoca, una princesa indígena, se enamoró de un soldado enemigo y le reveló el secreto del agua, decidiendo el destino de los bimbaches. El árbol de Garoé era un laurel de grandes proporciones, escondido en una grieta del barranco y el que producía más agua de toda la isla. Un huracán lo destrozó en el siglo XVII y en su lugar se plantó el tilo que ahora se encuentra al final de un sendero solitario.
Los días de niebla, cuando el misterio se adueña del lugar, son el momento más propicio para internarse por las manchas verdes del fayal-brezal, la reliquia boscosa que cubría la isla en el Terciario. Por las alturas de El Golfo y del Pico de Malpaso hay algunos lugares en los que perderse en este tipo de bosque que parece el escenario de un cuento.
Siguiendo siempre en dirección hacia el sur pasaremos por El Pinar de camino a La Restinga, una aldea de pescadores que ocupa el extremo meridional. En los últimos años se ha convertido en un importante centro de submarinismo, sobre todo desde la creación de una reserva marina que protege una flora y una fauna extraordinarias. Las erupciones volcánicas submarinas de 2011 regeneraron los fondos y crearon un paisaje único, muy atractivo. Ahora, en el puerto, el trajín de los barcos pesqueros se mezcla con el de los que llevan a los submarinistas en busca de aventuras.
Hacia el oeste, el litoral está completamente deshabitado y la ladera que baja desde el Pico de Malpaso se hunde en el Mar de las Calmas. Es la zona conocida como El Julan, una masa de lava bastante lisa donde hay grabados miles de petroglifos: espirales, círculos, cruces…, signos misteriosos prehispánicos que nos hablan de una cultura de la que desconocemos casi todo. Probablemente, los bimbaches llegaron desde algún lugar del norte de África, donde se han encontrado petroglifos similares.
La carretera pasa junto a la ermita de Nuestra Señora de los Reyes, solitaria salvo en días de romería, y continúa hacia el Sabinar, donde los árboles son muy diferentes de los de las alturas brumosas del interior. Aquí el viento incesante ha moldeado los troncos y las ramas de las sabinas, que se inclinan hacia la ladera. Parecen esculturas retorcidas que se enfrentan a un embate continuo.
Un desvío conduce al faro de Orchilla. Es el punto más occidental de España y, durante siglos, el último punto conocido por los geógrafos. Por aquí pasaba, desde el siglo xvii, el meridiano cero antes de que se eligiera el de Greenwich, y un sencillo monumento recuerda esta historia. Este fue el último lugar conocido avistado por Colón en su primer viaje a través del Atlántico y algo ha quedado en esta isla de territorio misterioso, propicio al encanto. El paisaje volcánico, la soledad y el horizonte lejano nos hacen sentir que aquí se acaba el mundo.
No dejes de...
Bañarte en los charcos. En El Hierro apenas hay playas, pero, a cambio, se puede disfrutar de las piscinas naturales que se han formado por el encuentro de la lava con el océano. Algunas están acondicionadas con escaleras o muros, pero otras son, simplemente, el lugar creado por la naturaleza. Las hay por toda la isla, pero no podemos dejar de bañarnos en Tacorón, cerca de La Restinga; en el embarcadero de Orchilla, junto al faro, y en el Charco Azul.