Cien años se cumplen de la publicación del Ulises de Joyce, la odisea urbana que recreó las tribulaciones de Leopold Bloom, a lo largo de un solo día, por las calles de Dublín. Cien años de una singladura que traspasó las propias páginas del libro para convertirse, con toda su complejidad, en una celebración de la ciudad.
Así lo vive la capital irlandesa, lista ya para asistir a este gran acontecimiento para el que ha diseñado una agenda de eventos que arrancarán el próximo el 2 de febrero (fecha en la que vio la luz la novela y que coincide con el cumpleaños del autor) y se prolongarán hasta el 16 de junio, día en que se celebra anulmente el famoso Festival de Bloomsday, en homenaje al protagonista de la novela.
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UN HITO EN SU VIDA Y EN SU OBRA
Bombines, volantes y pliegues de encaje. Vestidos que constriñen la cintura como mandan los cánones eduardianos. También lecturas, música y dramatizaciones. Charlas y performances artísticas. Casquería y cerveza Guinness. Todo ello en la mayor fiesta del mundo en torno a un libro, que este año será más intensa si cabe con motivo del centenario.
El 16 de junio de 1904 es el día en el que todo sucede. El día en el que el propio Joyce, en algún punto de Nassau Street, se cruza con la que años más tarde se convertiría en su esposa: la joven Norma Barnacle, camarera del hotel Finns. El día que después escoge para situar la trama de Ulises en un homenaje a aquel encuentro y en respuesta a su afán de hacer de lo trivial algo extraordinario, de convertir en heroico lo más sencillo y cotidiano.
Por eso Bloomsday revive con exactitud erudita el recorrido de este agente publicitario elevado a la categoría de antihéroe. Y lo hace desde la torre Martello de Sandycove, a 12 kilómetros de Dublín, donde transcurre el primer episodio de la novela. Aquí los participantes, llegados de todos los rincones del mundo, comienzan la aventura joyceana con un baño en el gélido mar.
RIÑONES FRITOS Y JABÓN DE LIMÓN
Muchos son los lugares por los que transita la epopeya de este Ulises contemporáneo, a lo largo de las 18 horas reproducidas en el libro para narrar su descenso a los infiernos. Un periodo corto con el que, en palabras del autor, «los especialistas se mantendrán entretenidos durante unos 300 años».
La casa de Eccles Street donde Bloom desayuna riñones de cerdo fritos, la farmacia Sweney en la que compra un jabón con aroma a limón, el Davy Byrnes Pub donde se zampa un sándwich de gorgonzola acompañado de un vino de Borgoña, la Maternidad donde visita a una amiga que acaba de dar a luz, o la National Library, a la que acude cabizbajo, son algunos de los emplazamientos en los que recala el protagonista en su deambular eterno durante la jornada.
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Pero quienes sigan los pasos de Joyce, más allá de la ruta de su novela cumbre, también habrán de pasar por Earl Street, a pocos metros del Spire, para admirar una escultura en bronce en la que aparece inmortalizado en un gesto melancólico, con su inseparable sombrero, su bastón y sus gafas redondas. O por St Stephen’s Green, el segundo parque de la ciudad, donde descansa su busto con una frase del libro. O por Temple Bar, el icónico pub irlandés, donde también ha sido retratado en piedra.
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EL MONÓLOGO DE MOLLY
Tan fascinante como controvertida, tan admirada como repudiada, Ulises logró tambalear los cimientos del género literario y marcar un hito en la lengua inglesa. Y para empaparse al completo de su alcance conviene visitar algunos otros centros. Desde el Trinity College y la University College (que acogen un simposio internacional del 12 al 18 de junio) hasta la James Joyce Tower (joycetower.ie) en la Torre Martello o el James Joyce Centre (jamesjoyce.ie), en una casa georgiana.
E imprescindible entre todas las instituciones de Dublín es el MoLI o Museo de la Literatura de Irlanda (moli.ie), que para conmemorar el centenario de la novela ha diseñado una ambiciosa exposición. Se llama Love, says Bloom y se basa en la relación de Joyce con su mujer, en quien se inspiró para crear a Molly Bloom. Es este personaje femenino, antítesis de la Penélope homérica, quien cierra el último capítulo, en el célebre y atropellado monólogo sin signos de puntuación donde destapa, con irrepetible poética, los meandros de la conciencia.
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