Fue el arte de la necesidad el que llevó a los habitantes de La Gomera a crear un sistema de comunicación único en el mundo. Un lenguaje a base de silbidos, con el que se han transmitido avisos, recados o mensajes de amor salvando las largas distancias del terreno quebrado. Hoy el silbo gomero, declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, no solo es una herencia ancestral que hasta los niños estudian como materia escolar, también es la manera de entender la aspereza de esta isla pequeña y redondita, orillada contra Tenerife. Una isla que debe a su singular orografía sus señas de identidad. Para entender su perfil, imaginemos que es como un exprimidor de naranjas, arañado por cientos de barrancos. Arriba, sobre la meseta central, estaría el Alto de Garajonay que, con sus 1475 metros, es el punto más elevado. Hacia abajo lo que queda son acantilados, roques y degolladas, valles donde crecen los plátanos e insólitos bosques milenarios sumidos en la niebla y la leyenda.
La visita a La Gomera, que fue la última escala de Cristóbal Colón antes de cruzar el Atlántico, comienza en San Sebastián, la capital, donde el descubridor se aprovisionó del agua con la que, meses después, bautizaría a América. Una villa (como la llaman los gomeros) con un cuidado casco histórico de sabor colonial, en el que seguir el rastro colombino. Pero en esta isla, que es toda ella Reserva de la Biosfera, la naturaleza es el más portentoso monumento. Garajonay es la joya de la corona, y este año cumple cuatro décadas desde su constitución como parque nacional. Una impresionante reserva de laurisilva, la más extensa y mejor conservada que se conoce, cuyo nombre hace honor a una romántica leyenda: dos amantes, Gara y Jonay, cuyas familias obligan a romper su unión, deciden morir en estos pagos atravesándose con una estaca.
Musgos, líquenes, helechos, aceviños…, y así hasta cuarenta especies alfombran los fondos del bosque de Garajonay, que se remonta al Terciario, hace millones de años, y que está atravesado por una extensa red de caminos, incluida la subida al Alto, donde las vistas son fabulosas.
Más modesto, pero no menos valioso, es el Parque Natural de Majona, al noreste, con su bonito bosque de tabaibas, y la Reserva Natural de Benchijigua, en el interior, con un fotogénico gigante, el Roque de Agando, al que solo los más osados se atreven a escalar. La ruta ha de continuar por el valle de Hermigua, considerado por los científicos como el lugar con el mejor clima del mundo. En esta tierra fértil, repleta de plátanos y regada por las aguas del paraje de El Cedro, se esconde Agulo, el pueblo más pintoresco de la isla, asentado sobre un anfiteatro rocoso por el que fluyen las cascadas. El paseo por su casco urbano resulta muy agradecido, aunque más aún es acercarse hasta el mirador de Abrante, el más impactante del archipiélago, bajo el que se despliega un laberinto de barrancos y laderas tapizadas de laurisilva. Al fondo aparece Tenerife con el Teide como un centinela.
Queda entonces adentrarse por Valle Gran Rey, en el oeste, para entregarse al turismo de playa. Aquí encontramos una costa tranquila, con íntimas calas de arena negra, como el Charco del Conde, o amplias playas, como La Puntilla y La Calera, flanqueadas por un paseo marítimo con restaurantes, o la más salvaje Vueltas, recogida bajo las faldas de una montaña. Así llegamos a los dos bucólicos pueblos del extremo sur: Alajeró y Playa de Santiago. Por el camino, siempre entre quebradas vertiginosas, no faltarán las palmeras, de cuyo guarapo (o sabia) se extrae una insólita miel.
No dejes de...
Descubrir el Acantilado de los Órganos. Situado en la costa norte del municipio de Vallehermoso, emula, como indica su nombre, a un órgano de catedral. Es una impresionante formación basáltica de 200 metros de ancho por 80 de alto, trazada por tubos de lava que descienden hasta las aguas. Accesible solo por mar, esta joya declarada monumento natural sorprende por su belleza y por cómo retumba en ella con empeño musical el estruendo de las olas.
Guía práctica
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