Con permiso de champagne y de Borgoña, la región de Burdeos es una de las mecas de los amantes del vino, cuyo nombre está asociado a esas botellas que todo sibarita sabe descorchar cuando una ocasión lo merece. Muy cerca de su capital se suceden decenas de châteaux, con sus mansiones, sus jardines versallescos y, fundamentalmente, las bodegas donde nacen estos caldos de fama mundial. Muchas de ellas abren al público para mostrar todos los secretos de sus alquimias y rematar la visita al lugar con una degustación en la que hasta los abstemios se emocionarán al ver asomar su monumentalidad entre las viñas.
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Burdeos capital, donde resulta imprescindible recalar al menos uno o dos días, ofrece el mejor punto de partida para iniciarse en el universo de estos vinos y, de paso, ir entrenando los gemelos para la ruta. Hace un par de décadas, la ciudad comenzó a experimentar un profundo lavado de cara. Se puso en valor a base de espacios verdes y arquitectura de vanguardia con las antaño abandonadas márgenes del río Garona, se remozaron las fachadas de piedra clara de su delicioso casco antiguo y, prácticamente, se expulsó de él al tráfico que las había ennegrecido, sustituyendo los coches por tranvías y bicicletas. Por eso, será fácil rodar por esta villa Patrimonio de la Humanidad y, puestos a aprender de vino, acercarnos a su Cité du Vin, una instalación única donde descubrir cada aspecto de este viejo compañero de la civilización a través de sus 3000 metros cuadrados de exposiciones y talleres.
También sobre dos ruedas, desde Burdeos podemos enfilar hacia pueblos que, como Pomerol, Sautèrnes o el medieval Saint-Émilion, hacen salivar a los connaisseurs (maestros del gusto). O seguir la más escénica aún Route des Châteaux, en la que se encadenan numerosas bodegas palaciegas. A las afueras de la ciudad, en Blanquefort, arranca esta ruta de un centenar de kilómetros que conduce hasta la última punta de la península del Médoc, con el estuario de la Gironda a un lado y, por cada desvío, una sucesión infinita de viñedos.
Confunde que por estos pagos le digan château a cualquier finca vitivinícola, aunque decenas de ellas sí albergan palacios en toda regla. Al filo de la carreterita D-2 y sus tributarias van aflorando los torreones de Château d’Agassac o Château Palmer, cuyas bodegas son más fáciles de visitar que las del legendario Château Margaux. De no querer pedalear demasiado en cada etapa, por las inmediaciones de este icono convendría hacer una noche y así no perdernos, cruzando en ferri el estuario, la ciudadela que el arquitecto militar Vauban erigió en el pueblo de Blaye.
Junto al de Saint-Julien, ni 20 kilómetros más arriba, se arremolinan otros representativos, como Château Lagrange, Léoville o Talbot. Y, enseguida, Château Latour o Château Lynch-Bages en el camino a Pauillac, capital de la reputada denominación de origen Médoc. De nuevo a esta altura se impone tomar un respiro de una o dos noches para explorar la zona con calma: las primorosas tiendas del remozado pueblito de Bages, los cafés llenos de ambiente del puerto de Pauillac y un crucero por las islas del estuario, o, siempre cerca, más bodegas prestigiosas de la talla de Château Lafite o Mouton Rothschild, dueña además esta última de un museo consagrado al vino que incluye desde piezas de la antigua Grecia hasta etiquetas de añadas míticas ilustradas por Picasso o Andy Warhol.
Más al norte, podríamos continuar hasta el final de la península, en la Pointe de Grave, entre viñedos menos famosos pero muy bonitos y salpicados de tesoros, como la abadía medieval de Vertheuil o un conjunto de faros y puertos ribereños. Aunque tampoco sería mala idea dirigirnos desde Pauillac hacia las playas del flanco atlántico del Médoc, a unas tres horas de bici. Si hasta entonces hemos ido alternando pequeñas carreteras comarcales con caminos rurales rumbo a las bodegas elegidas, al borde del mar, en Hourtin enlazaremos con la Vélodyssée, la ruta ciclista que recorre toda la costa oeste de Francia.
Los horizontes de viñedos se tornan en pinares y lagos, y en una etapa de unos 50 kilómetros con vistas al océano se alcanzan las olas surferas de Lacanau. Al día siguiente, pedaleando hacia el escondite eco-chic de Cap Ferret, asoma la mole de arena de la Gran Duna de Pilat, la más alta de Europa; todo un colofón para esta escapada sobre ruedas, en la que, además, podremos brindar con un buen vino acompañando las ostras de la vecina bahía de Arcachon.
No dejes de... Escaparte a Saint-Émilion
A 35 kilómetros de Burdeos, Saint-Émilion y sus viñedos están declarados Patrimonio Mundial. Desde su iglesia del siglo xii excavada en la roca hasta lo alto de su campanario, que domina sus empinadas callejuelas y sus tejados medievales, este pueblo con nombre de gran vino es mucho más que caldos tan ‘grandísimos’ como el Cheval Blanc. Por sus alrededores hay preciosas rutas ciclistas y bodegas para visitar.
Guía práctica
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