En Madeira todo empieza en Funchal, la capital de esta preciosa isla a la que uno se va aproximando, si es de noche, con la sensación de aterrizar en medio de un belén, rodeada como está de un anfiteatro de verdes colinas salpicadas de luces y con sus barrios ascendiendo por las laderas desde el mar al interior. Funchal se empieza a descubrir de abajo arriba. A lo largo de la animada Avenida do Mar concentra su vida social y cultural. Aquí está la zona histórica y la Sé (la catedral), el Mercado dos Lavradores, la artística rua Santa Maria y los fuertes militares de São Tiago y Nossa Senhora da Conceição, que en otro tiempo defendían el puerto y hoy acogen restaurantes y centros de arte con vistas espectaculares al atardecer.
También insuperable es la perspectiva que ofrece el teleférico que sube al barrio de Monte. Cuatro kilómetros disfrutando de una panorámica que va ganando en belleza y amplitud a medida que la cabina se aproxima a los jardines tropicales Monte Palace.
Si divertido es el ascenso a las alturas de Funchal, no lo es menos el descenso por sus calles en cuesta en unos típicos carros de cesto que se deslizan empujados por dos carreiros. Como entretenida resulta la experiencia de subirse a un catamarán en el puerto y salir a avistar delfines y ballenas en las aguas del Atlántico. Ya en coche, iniciaremos la ruta que irá desvelando el valioso mosaico vegetal y natural de Madeira. Un buen comienzo es el mirador de Eira do Serrado, en el cráter de un extinguido volcán y sobre la pedanía de Curral das Freiras. Luego será la carretera ER103, que cruza la isla de norte a sur por el montañoso macizo central, el hilo conductor del recorrido.
Dejando atrás la histórica Quinta Jardins do Imperador, la carretera empieza a culebrear antes de llegar al pico Alto, en el Parque Ecológico de Funchal. Un valioso espacio con bellas caminatas que discurren por esos antiguos canales (levadas) que hace siglos transportaban agua y hoy forman una red de senderos de 3000 kilómetros.
La ruta avanza y pronto surge el desvío hacia el pico del Arieiro, al que podemos llegar en coche para ver sus vistas, y luego, si apetece, seguir a pie por el sendero que sube al Ruivo, el techo de la isla. Entretenidos en un constante sube y baja alcanzaremos el Parque Natural do Ribeiro Frío, cubierto en buena parte por esos verdes paisajes de naturaleza primigenia que son los bosques de laurisilva, Patrimonio de la Humanidad. Para observarlos en toda su magnitud, ningún lugar mejor que el mirador dos Balcões, asomado al profundo valle de Ribeira da Metade.
La carretera se va aproximando al mar al llegar al pueblo de Faial, conocido por su fortín con cañones, la faja do Mar y sus miradouros do Guindaste o de Penha D’Aguia. Unos kilómetros más adelante está Santana, a la que muchos se acercan para descubrir sus tradicionales y coloridas cabañas triangulares con tejados de paja hasta el suelo, y otros tantos para caminar por la levada do Caldeirão Verde o coronar el pico Ruivo.
A partir de Santana y hasta el final de la ruta, la abrupta costa es una sucesión de excepcionales balcones sobre el Atlántico: la Ponta do Clérigo, el mirador do Curtado, el de Rocha do Navio, también con un teleférico que deja a los pies de los acantilados tras un breve pero emocionante viaje entre bancales...
El recorrido llega a su fin en el punto más al norte de la isla, São Jorge, donde se ven antiguos molinos de azúcar de caña frente al mar, una de las mayores colecciones de rosales en la Quinta do Arco, viñedos de malvasía y, cómo no, muchos otros miradores de vistas infinitas sobre un océano azul cobalto.
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La gran playa de arena de Madeira no está en la isla principal, sino en la más pequeña de las habitadas del archipiélago, a la que llegaremos desde Funchal en ferri o en avión. Además del magnífico arenal de nueve kilómetros y propiedades terapéuticas, en esta isla sostenible hay que descubrir la casa donde vivió Colón en Vila Valeria, asomarse a los miradores de Portela y de las Flores y hacer una ruta en kayak por los islotes cercanos.
Guía práctica