Hace mucho tiempo que Bali llegó a los mapas turísticos para quedarse. Por eso, sorprende de forma muy grata que buena parte del centro y norte de su territorio siga apegada a sus costumbres y a la vida tradicional. Lo podemos comprobar, incluso, en la ajetreada población de Ubud, cuya fama ha crecido de forma exponencial a partir de que Julia Roberts rodara aquí la película Come, reza, ama junto a Javier Bardem. El tráfico alrededor de los innumerables templetes instalados a las puertas de cada negocio para atraer a la fortuna puede llegar a ser intenso, pero basta tomar el primer desvío para encontrarnos con un oasis esmeralda, recorriendo senderos elevados entre arrozales anegados. El itinerario se vuelve solitario si seguimos el río Sungai y el Campuhan Ridge Walk (de dos a tres horas), verdadera inmersión en la naturaleza exuberante.
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Esta caminata de Campuhan es tan solo un aperitivo de lo que nos espera en la ruta hacia Bedugul (a dos horas en coche). La pista se eleva entre curvas, buscando un paso en la selva tupida, que, por momentos, se esconde tras un velo de niebla. De pronto, una mano invisible lo retira y aparece un inesperado paisaje en el que destacan dos espejos de agua: los lagos volcánicos de Danau Buyan y Danau Bratan. No muy lejos, el volcán Batur sigue activo y, a pesar de ello, si se nubla, la temperatura puede llegar a caer hasta los 16 0C.
A orillas del segundo de los lagos se alza el templo más fotografiado de Bali. Se construyó en el siglo xvii y su singularidad reside en que se alza sobre unas pequeñas islas, a escasa distancia de la orilla, ya que honra a Dewi Danu, diosa de las aguas. El santuario es hinduista, pero hasta él llegan claros los cantos del muecín de una mezquita cercana, que siguen resonando mientras se avanza por calles empinadas hasta el jardín botánico Panca Yadnya (de las cinco ofrendas), en realidad una montaña entera convertida en reserva natural. Antes de llegar, el mercado tradicional vende todo tipo de frutas exóticas, del mango al durián, pasando por las fresas, muy abundantes en Bali.
El viaje sigue siempre hacia el norte, hacia Lovina, atravesando arrozales en los que crecen palmeras. Esta es la típica población costera donde uno se sienta a escuchar el batir de las olas, ya que aquí las playas son muy estrechas y de arena negra, de origen telúrico. El panorama cambia al atardecer, cuando las aguas se retiran y dejan una gran extensión de tierra que se alterna con láminas de agua, en las que la gente del lugar recolecta pequeños crustáceos o simplemente pasea. Es el momento de instalarse a disfrutar del espectáculo en un ikan bakar, asador popular en el que se degusta el pescado a la brasa.
Antes de dejar la región de Lovina, hay que internarse de nuevo en las montañas más próximas para sumergirse en el rugido de las cataratas de Aling Aling, que dan nombre a un parque natural cercano a Singaraja. El primer salto que se encuentra por el camino de acceso es aprovechado por el turismo local para lanzarse a una poza. Sin embargo, basta avanzar unos metros más para encontrarse frente a la verdadera catarata, majestuosa, con sus casi 40 metros de caída en medio de un anfiteatro envuelto en la vegetación.
La última etapa del viaje lleva hasta Pemuteran, uno de los escasos lugares donde se encuentran lenguas de arena blanca en Bali. A medida que uno se adentra en el océano, la arena se convierte en roca plana, porosa, para mutar finalmente en barrera de coral. Por eso, muchos se acercan hasta aquí para practicar el submarinismo o disfrutar del fondo marino haciendo snorkel, en particular en la vecina isla de Menjangan. El arcoíris que forman las especies que habitan bajo el mar es el broche ideal a este viaje por el centro y norte de esta isla de Indonesia.
No dejes de...
Disfrutar de la serenidad del Brahma Vihara. En Bali solo existe este templo budista, encaramado en lo alto de un monte con vistas al mar y de fácil acceso desde Lovina. Ecléctico, combina en sus diferentes edificios el estilo tradicional balinés, que parece salido de El libro de la selva, con influencias de la arquitectura china y tibetana. Parte de las construcciones resultaron afectadas durante un terremoto en 1976, pero en 1982 el propio Dalai Lama acudió a inaugurarlas tras ser recuperadas. Una escalinata lleva hasta tres budas de piedra blanca que, por encima del complejo, otean el horizonte. Es la atalaya perfecta para esperar el ocaso.
Guía práctica
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