El aeropuerto de Fuerteventura se encuentra a 6 kilómetros de Puerto del Rosario, así que nada más aterrizar en ella lo primero será alquilar un coche para movernos por la isla. Dejando atrás las urbanizaciones residenciales de Caleta de Fuste, con su playa y su torre de San Buenaventura, la primera parada la haremos en las Salinas del Carmen, las únicas en funcionamiento. Integrado en las instalaciones está su Museo de la Sal (museosalinasdelcarmen.es), en el que podremos convertirnos en salinero por un día y empaparnos de este oficio que en los últimos dos siglos jugó un papel importante en la vida diaria.
A 15 minutos de las salinas, Pozo Negro fue uno de los puertos más importantes de la isla desde el siglo XV, ahora por lo que atrae es por su pequeño pueblo pesquero, su amplia playa de arena oscura y ventosa y sus restaurantes junto a ella. Entre Pozo Negro y el coqueto pueblo de Las Playitas, de casitas blancas, se extiende el singular y bellísimo espacio de los Cuchillos de Vigán, un extenso campo de lavas recientes que ofrece su mejor panorámica desde el faro de la Entallada, situado en la cima de un acantilado a 200 metros de altura sobre el mar.
El pueblo costero de Gran Tarajal podría pasar desapercibido, pero si se va con tiempo, merece un paseo que incluye la visita a su iglesia de la Candelaria, los 30 murales gigantes que decoran casas y edificios del animado paseo marítimo, su playa de arena negra y una comida tranquila degustando los pescados y mariscos que ofrece el restaurante de la Cofradía de Pescadores. También auténtico es el pueblo de Tarajalejo, de ambiente local y a las puertas de la península de Jandía.
Es en este impresionante y rectilíneo bastión arenoso sin obstáculos a la vista del extremo suroeste de Fuerteventura donde descubrimos algunas de las playas más paradisíacas de la isla. Para hacernos una idea de lo que encierra el Parque Natural de Jandía tomaremos la pista de tierra que parte de Morro Jable y lleva hasta el faro de Punta Jandía, tras pasar por el pequeño pueblo blanco Puertito de la Cruz. A un lado y a otro, la extensa playa de Sotavento, nueve kilómetros de arena dorada y aguas cristalinas poco profundas, y la Barlovento, antes de llegar al caserío de Cofete, con su arenal salvaje y virginal y la singular Villa Winter.
La ruta enfila por la costa oeste de Fuerteventura hacia el pequeño pueblo de La Pared, que regala en sus playas rodeadas de acantilados postales únicas al atardecer, y continúa después hacia el mirador astronómico de Sisacumbre, un excelente punto de observación del cielo, donde encontraremos un mapa de estrellas y un reloj solar.
Próximo queda Pájara, lugar encantador por sus casas de piedra y su iglesia de Nuestra Señora de Regla, con su pórtico decorado con detalles aztecas, y desde el que nos acercaremos a conocer el tranquilo y pintoresco caserío de Ajuy y sus singulares cuevas negras que la erosión provocada por el mar y el viento a lo largo de los siglos en la roca han ido modelando. También su playa de arena volcánica y sus piscinas naturales que por aquí llaman charcones.
La carretera FV-30 que se dirige hacia el norte no puede ser más panorámica y para comprobarlo nada mejor que ir haciendo parada en sus miradores, como el del Risco de las Peñas, Las Peñitas, el de Morro Velosa (obra de César Manrique) o el de Guise y Ayose, con dos impresionantes estatuas de estos dos reyes que gobernaron Fuerteventura allá por el siglo XV.
Tan distraídos llegamos en un pispás a Betancuria, un pueblo perdido entre montañas con mucho encanto, con sus casas blancas con balcones de madera, su cuidada iglesia, su antiguo ayuntamiento y sus calles con historia, que tiene el honor de haber sido la primera capital de Fuerteventura. Para un baño tranquilo están sus Aguas Verdes, una serie de piscinas naturales que se han formado a lo largo de su costa.
Si se quiere seguir descubriendo los sabores tradicionales de la isla hay que acercarse a Antigua y visitar el Museo del Queso Majorero (museoquesomajorero.es), donde conocer todos los secretos de este tesoro local elaborado con la leche de la cabra majorera y también el antiguo molino de viento que forma parte del paisaje local.
Si apetece, Los Molinos es otro de esos tranquilos pueblos de pescadores de la costa oeste donde podemos hacer parada para comer en alguno de sus restaurantes. Si no, ponemos rumbo a La Oliva para contemplar la montaña de Tindaya, uno de los lugares mágicos de la isla. Se puede subir a ella, pero quien no tenga ganas, siempre está el mirador de Vallebrón que nos permite contemplarla en toda su magnitud.
Y así llegamos a la accidentada costa noroccidental de la isla, a la que se abre el pequeño puerto de El Cotillo, custodiado por el faro del Tostón, la única construcción en esta zona virgen. Un auténtico edén con playas tan espectaculares y una arena tan blanca como las de los Charcos, los Lagos o la de la Concha, de aire caribeño por su mínimo oleaje, sus aguas azul turquesa y su increíble vida submarina.
Los senderistas disfrutarán con otra caminata sencilla, la que desde el pueblo de Lajares tiene como meta el cráter de Calderón Hondo, con unas vistas panorámicas sobre esta boca de 70 metros de profundidad y el mar con telón de fondo. Desde aquí se intuye ya el Parque Natural de las Dunas de Corrajelo, en el nordeste de la isla. Un singular paisaje que el fuerte y constante viento ha modelado dando lugar a una extensión de 2700 hectáreas de dunas fijas y móviles que se extienden paralelas a la costa y dan cobijo a una flora y una fauna exclusivas. En él, los 300 metros de la playa del Moro, con sus fina arena blanca y aguas de color azul verdoso, son el paraíso de los surferos que llegan buscando sus buenas olas.
Y para los amantes del senderismo y también del snorkel, frente a la localidad de Corralejo, con sus interesantes barrios marineros, se alza la pequeña isla volcánica de Lobos, antaño importante refugio de corsarios y hoy una excursión imprescindible para conocer otro de los espacios protegidos de Fuerteventura y despedirse de esta isla como merece.