Hubo un tiempo en que este lugar azotado por los vientos y las aguas del Atlántico fue el fin del mundo, el lugar más occidental de la tierra, el finis terrae. ¿Quién querría ir hasta allí? Durante siglos se creyó que todo lo que había más allá de aquellas aguas era una sima infinita bajo la que el sol dormía cada noche. Hoy sabemos dos cosas: que la tierra es redonda y que desde el cabo de Finisterre se advierte la puesta de sol más bella sobre la inmensidad del océano.
El Camino de Santiago, cuyo mapa está escrito en las noches blancas de la Vía Láctea, termina aquí, a los pies de este alto monte, en cuyas playas los peregrinos tenían por costumbre quemar su ropa en señal de purificación. La leyenda cuenta que aquí estuvo el Ara Solis, donde las tribus celtas celebraban sus ritos solares. Tiempo después, los romanos aseguraron que más allá de la difusa línea donde se juntan océano y cielo el mundo no tenía continuidad.
Los lugares extremos siempre han despertado nuestra imaginación. El cabo de Finisterre es una meta cuya recompensa es su paisaje. La punta donde el mundo terminaba es un afilado acantilado que trepa entre roquedales hasta el faro, construido en 1835 y cuyo haz de luz alcanza los sesenta y cinco kilómetros de distancia. Hoy la navegación se guía por satélites, pero hasta hace unas décadas los barcos que surcaban las aguas de la temida Costa da Morte tenían en Finisterre la anhelada certeza de que la tierra estaba cerca.
A la izquierda del cabo se extiende la playa salvaje de Mar de Fora. Su impresionante oleaje contrasta con la calma de las aguas en la arqueada playa de Langosteira. Lo que está al lado es el encantador pueblo de Finisterre, frente al sereno paisaje de la ría de Corcubión. El pueblo posee tres encantos: su cocina marinera, la iglesia de Santa María das Areas, envuelta por las leyendas, y el cementerio de César Portela. En un lugar así los muertos han de ser más felices. Por eso cuando volvamos al Camino esta vez sí alcanzaremos el fin del mundo.
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