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Viajar con los pies quietos o el viaje que siempre estuvo ahí

Los que nos quedamos en casa hemos recibido, no sin cierto desconcierto, este inesperado regalo que es el tiempo, ese que siempre nos falta. Y descubrimos que hay un único modo de viajar, que es siempre de fuera hacia dentro, y que todos los viajes son el mismo.


Actualizado 27 de abril de 2020 - 17:33 CEST

Al inicio pensamos que no sería posible, que no íbamos a saber hacerlo. Nos pedían algo aparentemente sencillo, quedarnos en casa, pero ¡ay, qué difícil es eso para una sociedad acostumbrada a la hiperactividad, la ubicuidad y el apremio! Y, sin embargo, con el paso de los días, comprobamos como el tiempo se desliza asombrosamente rápido. Ese tiempo que pareciera que iba a sobrarnos encerrados entre cuatro paredes, comienza a faltarnos, alertándonos de lo volátil que es la vida, de lo increíblemente dúctil que es la naturaleza humana.

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Hemos descubierto que podemos viajar sin salir de casa. Que podemos plantarnos en la India de la mano del último libro de Arundhati Roy, trasladarnos hasta una cala remota por la sensación de los rayos del sol sobre la piel cuando este asoma fugaz por la ventana, peregrinar hasta la casa de veraneo familiar con el simple gesto de percibir el aroma del jabón que utilizábamos allí para deshacernos del salitre al regresar de la playa.

Nuestros sentidos se han agudizado desde que estamos encerrados. Podemos viajar a casa de mamá recreando sus recetas, volver a aquella isla en la que fuimos tan felices cuando en Spotify suena la misma canción que bailábamos con los pies descalzos sobre la arena, despertar en una cabaña alpina al escuchar los pájaros que hasta ahora jamás se habían atrevido a cantar por las mañanas, ver las estrellas en el pequeño pedacito de cielo que le toca a nuestras terrazas y volar hasta aquella noche de verano en que la magia casi podía tocarse con los dedos.

Pequeños gestos a los que antes no prestábamos atención y que ahora nos catapultan muy lejos. Nos trasladamos a una soleada raclette entre viñas suizas al abrir un Gruyère, hasta la privilegiada región de la Toscana cada vez que descorchamos un Chianti, a nuestro puestecito callejero favorito tailandés cuando cortamos cilantro o, incluso, hasta aquel remoto instante de la infancia en el que la felicidad era líquida cuando nos premiamos con un batido de frutas o una horchata.

Y no solo eso. No solo estamos aprendiendo a viajar sin salir de casa, sino que cuando por fin podamos hacerlo, vamos a disfrutar como nunca de cada pequeño paso. Si algo bueno tiene esta situación, es que podremos experimentar la magia de muchas nuevas primeras veces: el primer café en el bar de siempre, el primer paseo sin rumbo, la primera siesta al aire libre, la primera puesta de sol sobre el mar, el primer abrazo.

Y estar en nuestra ciudad, con los nuestros, será como estar de viaje. Porque, al igual que cuando viajamos, lo miraremos todo con ojos de recién llegados. ¡Qué oportuno regalo! Nosotros, los de lo urgente por encima de lo importante, los de las prisas hasta para bajar a por el pan, los que lo damos siempre todo por sentado, nosotros… deteniéndonos en los pequeños detalles, apreciando cada bocanada de aire que logremos tomar sin mascarilla, agradeciendo el poder volver a disfrutar de todo aquello que formaba parte de nuestra cotidianidad antes de este eclipse de libertad y que en su día -oh, sorpresa- no valorábamos.

Y volveremos a viajar, por supuesto que lo haremos. A sentir mariposas en el estómago al darle al botón de «comprar» cuando estemos mirando vuelos, a no poder esperar a llegar a casa para comenzar a hojear la guía de viaje que acabamos de adquirir, a preparar las maletas con la misma ilusión con la que envolvemos en papel de celofán ese regalo que siempre quisimos hacernos. Sí, claro que volveremos a viajar. Pero lo haremos sabiendo que ese viaje nos llevará al mismo destino al que nos llevaron todos los viajes que emprendimos sin movernos de casa, a un lugar aún por descubrir dentro de nosotros mismos. Porque el único modo de viajar es de fuera hacia dentro. Porque, en realidad, todos los viajes son el mismo.