La Habana, 500 años de sabor colonial y encanto mestizo

Nada menos que cinco siglos cumple en 2019 la capital cubana. Una buena ocasión para disfrutar de los múltiples eventos que inundarán de fiesta y música muchos de sus rincones, pero, sobre todo, para conocer o redescubrir el corazón de esta seductora ciudad que, sin perder su encanto anacrónico, lleva tiempo embelleciéndose para la ocasión, con parte de su patrimonio monumental rehabilitado. 

por hola.com

“Habana, porque tu perfume tan extraño me apasiona”. Esta hermosa declaración de amor de Fito Páez a la capital cubana evoca la intensidad que despierta la capital de la mayor de las Antillas. Sobre todo su corazón, la llamada Habana Vieja, dueña y señora de un encanto y un ambiente único que se siente, aún más, a la hora bruja del ocaso, en el balcón que mira al océano de su Malecón. 

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A La Habana solo se la puede querer con intensidad y a primera vista. Su seducción se alimenta del mito, pero mucho más todavía de su magia cotidiana, de su alegría, de su calor... Todo ello se lo ofrece al que se asoma a su alma, porque los habaneros, que rápido improvisan tertulia, se dan fácil a echar la tarde con el primero que pasa. 

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La capital cubana es santera, puritana y libertina. Todo al tiempo y, también, descarada. No hay en todo el Caribe, ni en otra esquina del mundo, ciudad con tanto talento. Cádiz quizá, y de ahí que ambas vayan de la mano en coplas y habaneras que vienen escuchándose desde que sus puertos hacían de puente entre la España de entonces y el sueño de las promesas que auguraba el Nuevo Mundo.

Porque lo que de verdad engancha de La Habana es su gente, con su sabrosura innata y sus ganas de guarachear. Después, claro, la inmensidad apabullante de su ciudad colonial, la Habana Vieja que queda tan bien acotada por un coqueto entramado de callejas empedradas y plazas: la Plaza de Armas, la más antigua, y la de la Catedral, a apenas unas cuadras, rodeada de mansiones del XVIII. Y la de San Francisco y la Plaza Vieja. 

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De todas ellas nace un cogollo delicioso y decadente, declarado Patrimonio de la Humanidad. Muchas de sus fachadas coloniales, sus caserones de galerías porticadas, balaustradas y columnas y sus patios casi sevillanos se han remozado para la ocasión, aunque siguen conservando ese aire deliciosamente viejo. Y es que La Habana gana más si cabe con su imperfección. 

Luego quedan los otros barrios imprescindibles de El Vedado y Miramar, donde se concentraba la vida social en la época de las grandes fortunas y donde los viejos palacetes de antaño son hoy casas de vecinos. Pero queda, sobre todo, el Malecón, ese balcón al océano de cinco kilómetros de largo en el que sentarse a ver pasar los Buick y los Chevrolet de los cincuenta que hacen del parque móvil habanero una deliciosa reliquia; o en el que sorprender a las parejas jurarse amor eterno antes de irse a fiestear a alguna casa o, si la economía lo permite, a alguna de las salas de fiestas en las que, al son de las mejores orquestas, dejar pasmado al personal con sus giros, su gracia y la pasión de disfrutar la noche como si fuera la última de su vida.

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