Saint-Émilion, un pueblo medieval entre viñedos que no puede ser más bonito

El nombre de este bello pueblo amurallado es un ineludible referente para los amantes del vino, en cuyas bodegas se elaboran algunos de los mejores caldos del mundo. Pero Saint-Émilion es también una pequeña joya monumental llena de rincones de lo más fotográfico para descubrir con calma a menos de una hora de Burdeos. Nos ha encantado.

por ESPERANZA MORENO

Cuando uno se va a aproximando en coche a Saint-Émilion, bien desde Burdeos o desde otro punto, y mira a un lado y a otro de la carretera el suave paisaje que lo circunda cubierto por un sinfín de viñedos empieza a entender por qué es uno de los pueblos con más encanto del sur de Francia. Con el fruto de estos campos se elaboran en sus bodegas los vinos que dan fama internacional al lugar, pero los viñedos son solo un anticipo de lo que aguarda en esta localidad declarada, junto a sus vides, Patrimonio de la Humanidad.

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Para visitar Saint-Émilion, cuyo nombre se lo debe al monje eremita que en el siglo VIII eligió este aislado emplazamiento del bajo valle de la Dordoña para aislarse del mundanal ruido y cuya fama de obrar prodigios lo convirtió después en afamado lugar de peregrinaje, lo mejor es dejar el vehículo y entrar por una de las seis puertas que todavía franquean el recinto amurallado. Un buen lugar para iniciar el paseo es la Tour du Roy. Bajo la sombra de este macizo torreón, erigido en el siglo XIII, se descubre un privilegiado mirador desde el que se divisa la localidad en toda su extensión. 

Pero también se puede hacer al revés y asomarse sobre los tejados de Saint-Émilion desde el mirador de la plaza du Clocher, donde se encuentra la oficina de turismo, y ver ante los ojos esta villa de pequeñas casas doradas, por la que discurren alargadas y empinadas callejuelas y, al fondo, el torreón. Toda la trama urbana se organiza en torno a dos colinas que confluyen en la place du Marché o plaza del Mercado, con la inconfundible silueta en flecha del campanario que remata la iglesia monolítica, un curioso edificio subterráneo de proporciones gigantescas en el corazón de la ciudad. 

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El resto del tiempo hay que dedicarlo a perderse por sus calles, especialmente la rue Guadet, donde se encuentra el Ayuntamiento, y la de los Girondins, mientras se admiran los restos de sus murallas, la colegiata, con un soberbio claustro, el museo del vino y se prepara el gusto y el olfato para gozar del vino. O mejor, los vinos, porque son numerosos los elaborados bajo la denominación de Saint-Émilion.

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Y es que aquí todo gira en torno a él, incluidas las numerosas tiendas donde dejarse tentar. Los viñedos y las bodegas –buena parte del subsuelo de la localidad está horadado por galerías donde envejecen las barricas– llegan casi hasta el mismo casco urbano y la mayoría son pequeños pagos, casi todos menores de siete hectáreas, regentados por la tradición familiar. Difícil será elegir en qué bodega recalar para hacer una visita, pero para ayudar, en la oficina de turismo orientan sobre las que están abiertas al público y listas para descubrir los secretos del viñedo y de paso darse el placer de probar sus elegantes vinos. 

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